Nos quedamos mirando desde el coche. La carpa. Enorme. O lo supongo. Tenía unos siete años y a esa edad todo es más espectacular que la realidad. Aún no habíamos comprado las entradas e íbamos con tiempo. Mi padre y yo. Un mano a mano porque mi hermano era aún demasiado pequeño para aguantar un par de horas sentado y quieto.

Llevábamos hablando de eso unas semanas. Incluso yo llevaba varios días levantándome por las noches, nerviosa. Y ahí estábamos, en el coche, mirando por la ventanilla cómo diluviaba. Bajamos y fuimos corriendo a la taquilla. Un cartel enorme con un león pintado, fuego y payasos anunciaba que aquel circo ambulante que hacía parada en Benavente sería mucho mejor por dentro que por fuera.

Con siete años, el circo, aunque sea pésimo, es magia. El perro puede ser león o incluso Dumbo

Estaba casi vacío y, menos mal, porque gran parte de las sillas que hacían de gradas también tenían la función de parar el agua que caía de la carpa. Yo no me acuerdo de eso, tampoco de que el animal que protagonizaba el show era un perro con peluca. Para mi fue brutal. Luces, fuego, payasos enormes, equilibristas, malabares, un león. Con siete años no ves los cables y el maquillaje siempre cumple su misión. Con siete años, el circo, aunque sea pésimo, es magia. El perro puede ser león o incluso Dumbo.

Pero el circo ya no mola. Ya no va ni Dios. Incluso con Circlassica, el proyecto de Emilio Aragón que ha sido un auténtico éxito, sólo un 7% dice haber ido en los últimos cuatro años y si aumenta en el siguiente informe del ministerio de Cultura supongo que será por Messi y su Cirque du Soleil. Que tiene mucho de Fifa y poco de circo.

En un mundo de pirotecnias siniestras y artificios vulgares, de ciencia ficción de saldo, se nos olvidó la magia. O la sustituimos. Poco le puede sorprender a un niño que ya lo ha visto todo en las pantallas. Ahora descubren a la primera la peluca en el perro, el desgaste del rojo en la boca del payaso y los cables de los trapecistas. Ya no se creen la historia o se la creen a medias. La realidad a palo seco, que es lo más triste que tiene ser adulto, se adelanta a la infancia porque perdimos la imaginación.

Gómez de la Serna definió el circo como "el espectáculo que reúne una sombra de misticismo, un lado de perversión y una ingenuidad gris perla". Pero ahora solo queremos ver la trampa, el doble fondo. Se nos olvidó soñar.