El Tribunal Supremo hará pública su sentencia en unas horas y, como ya habíamos adelantado en El Independiente, ninguno de los acusados será condenado por rebelión. Los magistrados han utilizado la pista de aterrizaje de la petición que hizo la Abogacía del Estado para emitir su veredicto, desairando a la Fiscalía. La condena se circunscribirá a los delitos de sedición y malversación.

Ya tendremos tiempo de analizar el escrito redactado por Manuel Marchena y consensuado con el resto de los seis magistrados para que no hubiese fisuras en una decisión que todos coinciden en calificar de “histórica”. Conociendo a los jueces que forman la Sala no hay duda de que será pieza sólida y bien argumentada, a pesar de que no deje completamente satisfecho a nadie.

Los delitos, en todo caso, son graves y ponen de manifiesto una actitud desleal contra el estado de derecho. La inhabilitación que conlleva la sentencia está completamente justificada.

Y es de la deslealtad de lo quiero hablar en este artículo. De la deslealtad y del falso heroísmo de los que van a ser condenados.

Ni Oriol Junqueras es Nelson Mandela, ni Raül Romeva es Marcelino Camacho

Cualquier preso -no sólo los que cumplen largas condenas, sino los preventivos por delitos menos graves- desearía vivir en las mismas condiciones carcelarias que los líderes del procés. Su estancia en prisiones catalanas les ha proporcionado un status privilegiado, un modus vivendi poco compatible con la épica que destilan sus declaraciones y escritos. Ni Oriol Junqueras es Nelson Mandela ni Raül Romeva es Marcelino Camacho.

Si la Sentencia no lo impide (la Fiscalía ha solicitado que no puedan pasar al tercer grado hasta que los condenados no cumplan la mitad de la condena), los líderes del procés accederán a una situación de semi libertad en breve plazo, lo que implica que cumplirán la mayor parte de la condena en régimen abierto. No descarto que celebren las Navidades en sus casas. Y me alegro por ellos, porque no les deseo nada malo. Pero, por favor, que no vayan de víctimas: el estado de derecho ha sido muy generoso con los que han querido burlar la soberanía popular forzando la separación de Cataluña por la vía unilateral.

Mucho teatro y deslealtad, eso es lo que caracteriza a los jefes del movimiento independentista. Lo hemos visto recientemente a cuenta del numerito que ha montado la Generalitat por el discurso del general Pedro Garrido, jefe de la Guardia Civil en Cataluña.

El discurso -pronunciado en buena parte en catalán- se refiere, entre otras cosas, a la necesidad de garantizar la libertad y la seguridad de los ciudadanos, una tarea que ha de hacerse “codo con codo con la Policía, los Mossos d’Esquadra y las Policías Locales”.

No hubo mención alguna al lamentable papel de la policía autonómica durante la jornada del 1-O, y mucho menos a la actitud taimada de su entonces máximo responsable, Josep Lluis Trapero.

Las autoridades penitenciarias de la Generalitat permitirán la salida de prisión de los condenados en un régimen de semi libertad en las próximas semanas

Pero no importa. Había que montar un número para caldear el ambiente, un poco frío, de cara a la contestación popular a la Sentencia del Supremo.

¡Y qué mejor que agitar el fantasma de los tricornios para alimentar la idea de que la Benemérita es la vanguardia de un ejército de ocupación!

Abandonada ya de forma casi definitiva la idea de que es posible romper la unidad de España sin que pase nada (eso sí, “de forma pacífica”), ahora queda el victimismo y la deslealtad. Los mismos políticos que han votado en el Parlament una resolución para que la Guardia Civil abandone Cataluña son los que ponen el grito en el cielo por el discurso del general Garrido y los que, además, ejercen de jefes de los Mossos, cuerpo que debe garantizar en primer lugar la seguridad de los catalanes, especialmente durante los próximos días. Seguridad que, además, sus máximos responsables ponen en riesgo con sus declaraciones y llamadas a la desobediencia.

El doble juego y la impostura son el común denominador en la manera de comportarse de la cúpula independentista. La sentencia servirá para animar el mambo -en la jerga de la CUP- en unos momentos de desmovilización, en los que la mayoría de los ciudadanos parece estar ya un poco harta de tanto baile.

¿Y luego qué? Pues cada uno a lo suyo. Las calles no arderán, las aguas volverán a su cauce. El 10-N haremos las cuentas.

Tras promulgarse la sentencia, los presos quedarán en manos de la autoridad penitenciaria, que depende de la Generalitat. Las Juntas de Tratamiento podrán dejarlos en semi libertad de manera casi inmediata, opción más segura que su acceso al tercer grado, que puede ser recurrido por la Fiscalía ante el juez de Vigilancia Penitenciaria y, después, ante la Audiencia Provincial.

Manteniendo el segundo grado pueden acceder a una situación similar a la del tercer grado mediante la aplicación del polémico artículo 100.2 del Régimen Penitenciario, un status a mitad de camino entre el segundo y el tercer grado.

Ese resquicio que da a la autoridad política (el secretario de Medidas Penales de la Generalitat, Amand Calderó, es un conocido independentista) la posibilidad de dejar salir a la calle a los condenados del procés en sólo unos días, hace innecesaria la petición de indulto al gobierno.

No se puede decir, por tanto, que los responsables de un delito tan grave como la sedición (promover actos tumultuarios para impedir la aplicación de la ley) hayan sido duramente castigados por un “estado opresor”.

La sentencia, por otra parte, tiene su vista puesta en el Tribunal de Estrasburgo, al que, con toda seguridad, recurrirán los condenados. Es difícil que dicho tribunal dictamine contra España en un proceso en el que los acusados han contado con todas las garantías.

Por más que algunos podamos sentirnos un tanto decepcionados al haber sido eliminado el delito de rebelión de la sentencia, lo que no se puede negar es que el estado de derecho ha funcionado. Esperemos que la magnanimidad del tribunal no se confunda con debilidad y que los que alientan la respuesta de la calle sean conscientes de que han sido ya claramente derrotados, no por la fuerza, sino por la razón y la ley.