España en una ceremonia egipcia, con desvendamientos y copones de sangre de polvo, con dioses barqueros transportando por el agua o por el aire un muerto que pesa como monedas, pesando también luego su alma, su corazón en madera maciza, como de un Corazón de Jesús egipcio, por si aún hay bien o mal ahí, donde en realidad sólo hay una colmena de gusanos y el negocio de los sumos sacerdotes de ojos almendrados y viles, el negocio de las almas, por donde empezó la política seguramente, en Egipto y aquí. Una ceremonia egipcia, en estos tiempos, con el muerto reviviendo de sus vasijas, de su arena de terrario, entre joyas de escarabajo y áspides como puñales curvos, entre trapos ensangrentados de barro y aceites. Franco, como un faraón lagarterano, o algo así. Quiero decir que Franco hacía mucho que no estaba tan vivo. Y eso es algo que sólo pueden hacer las religiones antiguas y Pedro Sánchez.

España en una ceremonia egipcia, convertida por la televisión en una especie de vuelta ciclista, con convoyes y público y mecánicos y un helicóptero como el ángel administrativo que ayuda a los deportistas y a las almas a subir hasta las esforzadas fuentes del Cielo. El helicóptero, con Franco dentro igual que un turista en globo (Franco ya está tan vivo que hablamos de él como de alguien que de verdad se ha subido a un globo o a una hamaca), cortaba las sombras de los cipreses como el jardinero de los dioses, egipcios o españoles, que habían revivido su nombre, sus divisas, que le habían despertado de la muerte como agujero y lo habían llevado a la muerte como palomar o gloria. La ministra, los operarios, los testigos, se habían vestido con mono y máscara, como para resucitar a E.T. No sólo estaba la ceremonia religiosa (la muerte es la única religión, y removerla ya es como tocar las campanas y elevar catedrales sobre su sonido), sino la ceremonia científica, con sus fontaneros de Chernóbyl, entre la avería y Frankenstein, y la ceremonia política, con sus menestrales de La Moncloa, entre la justicia tardía y también Frankenstein.

No era tanta gente, unas decenas, pero oír otra vez “Franco, Franco, Franco” con Franco pasando de verdad, siquiera por el cielo, amplificaba a esa gente de una manera siniestra

Franco como un faraón de película, la película que le hacía TVE, y el Valle de los Caídos como una pirámide vista con lente de ojo de pez, abultada y acuosa. Todo se agigantaba, esa cruz como el ancla que paró a España, la simbología santera de rosas falangistas saltonas y pollos negros como murciélagos, las coronas de flores con gracias a Franco, coronas de la familia o de una portera, todo parecía más grande y más vivo. Hasta Franco, tan poca cosa, parecía de repente un poco como Jesús Gil, gordo en su ataúd, pomposo por los arcenes entre señoronas y autobuseros devotos. No era tanta gente, unas decenas, pero oír otra vez “Franco, Franco, Franco” con Franco pasando de verdad, siquiera por el cielo, en su helicóptero de Fellini (el de La dolce vita llevaba un Cristo Obrero), amplificaba a esa gente de una manera siniestra, como los ecos de Cuelgamuros, donde los pasos disparan contra el mármol.

Esto es lo que queda del franquismo, que es mucho o poco según se mire. Una religión familiar de muertos en la butaca, enterrado sobre otros muertos y aclamado por unos enterradores eternos en la melancolía y en la estafa de un fascismo de comedorcito. Fran Franco lamentando el trato que se le ha dado a la prensa mientras lleva bajo el brazo, como un capote de torero antiguo y franquista, la bandera con pollo. El cura de posguerra, resucitado quizá con el muerto, bendiciendo como a un barco el ataúd cubierto de una tela marrón, fruncida y grimosa, como el mismo forro del féretro ya podrido y rebosado. Tejero, con la calavera de plomo lorquiana, pero pareciendo más una viuda lorquiana, con perlas de balas. Tejero hijo, el cura, como un soldado de Dios que se quedó en las cocinas. Gente que confunde España con su relicario de Fray Leopoldo o con su braguero. Graves idiotas que sueñan con un imperio de cides, enchufados y pelotas. Fascistillas de pilón y barbería.

Eso es lo que queda del franquismo, que no es ni mucho ni poco, sino suficiente. No se trataba de una momia, ni siquiera de la momia de un faraón con ataúd de botijito.

Sánchez, por supuesto, sonreía como el sumo sacerdote que conoce, mientras las oficia, todas las aparatosas mentiras de los dioses

Se trataba de ver removida toda su religión egipciaca, por justicia, por pedagogía o por interés. Creo que por todas esas cosas a la vez. Lo de la reparación, la memoria o la justicia histórica no sé si pesa más que ese botafumeiro que ha sido este día Franco (volvemos a decir Franco como alguien que vuelve a estar, como si se hubiera paseado realmente en su haiga por el Valle). Todo eso, la expulsión de Franco de la monumentalidad y de la gloria pero con paseo de monumentalidad y de gloria; todo eso, bueno o malo, es lo que ha conseguido Sánchez.

La ministra Delgado estuvo todo el tiempo muy seria porque aquello no podía ser una party de cementerio. Era la suya una seriedad justiciera, y puede que todo esto sea justo. Pero también era muy rentable. Franco volvía a la vida o a la tumba con esa lentitud costurera de las cosas de la muerte, pero mientras, Ferreras sacaba encuestas, el PP tuiteaba torpezas y Vox excretaba burradas. Las encuestas decían que un porcentaje apreciable de votantes de Cs, PP o Vox no consideraban que Franco fuera un dictador. El PP tuiteaba hablando de futuro y se ponía de perfil egipcio en este día de embalsamadores y jeroglíficos. Y a los de Vox, en fin, que no tienen doblez, sólo les faltaba asistir con el hisopo o con la casulla al cura de Cuelgamuros, que parecía un cura de los Cárpatos. El día cobraba, por fin, todo su sentido, su sentido completo, que no era sólo la justicia ni sólo la pedagogía del frikismo de un faraón lagarterano. Y Sánchez, por supuesto, sonreía como el sumo sacerdote que conoce, mientras las oficia, todas las aparatosas mentiras de los dioses.