No es que la Navidad llegue pronto, es que hay prisa por venderla, como hay prisa por vender gobiernos de muñecos de nieve. Es, será, o fue ya el Black Friday, que es algo que dura mucho, es como un día polar en los grandes almacenes, un sol de medianoche suspendido sobre el hilo musical y esas ofertas de tecnología coruscante mezclada con zapatillas de orejitas. Dicen los puristas de zueco y turrón, los tradicionalistas de pandereta de caja de ahorro y Niño Jesús desconchado de besos, que es otra cosa que nos invade desde Estados Unidos, con su paganismo de papanoeles cocacoleros y mamanoeles Marilyn y el árbol del Rockefeller Center como un gorro de mago. A uno, en realidad, esto del Black Friday le parece una moda muy bien traída, ahora que España está en oferta y la venden en lotes como esos packs de colonias masculinas con desodorante y aftershave, siempre como amaderadas de barco, serrín y tabaco, y con un celofán crujiente en el que han encerrado no un olor sino la magia del ligue, del sí femenino o del guiño arrebatador de Antonio Banderas.
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