Los ojos del asesino, como dos paladas de tierra negra devuelta por las tumbas; las manos del asesino, con su sombra de horca; la palabra del asesino, como una colmena abierta en su cara. Los ojos, las manos, la palabra del asesino podrían estar ahí para el médico o para el verdugo o para el poeta o para la historia o para Dios. Eso puede uno concebirlo, entenderlo. Lo que uno no entiende es que estén ahí para el público, para la gente, para los jóvenes, y no como asesino, sino como cualquier otra cosa. Que el asesino esté ahí como podría estar un maestro o un viajero o un artista, ojos que sólo han visto playas de pintor y manos que sólo han tocado olas de música y palabras que sólo traen enseñanzas tibetanas. O incluso peor, el asesino ahí como más gente, como cualquier otra gente, con sus ojos y sus manos y sus palabras de gente, distraídos y coloquiales y amontonados en sus siluetas chinescas. El asesino como una función de domingo, o como otra conversación de domingo, o como otro peatón del domingo, sin que nadie repare ya en que es un asesino. Sería terrible ver a un asesino subido a una tarima o a un balcón hablando de ser asesino como si fuera igual que ser torero. Y, sin embargo, creo que es aún más terrible ver a un asesino subido a una tarima o a un balcón con todos olvidando que es un asesino.

No son los asesinos, ya vencidos y consumidos. Es su público el que aún nos hurta la esperanza

La Universidad del País Vasco ha prestado un sitio para que vaya un etarra, un asesino condenado, López de Abetxuko, a hablar no ya de la vida en prisión, sino de la vida. De la vida, como si fuera el Dalai Lama. Y de derechos humanos, como un actor con poncho. Ya Txema Matanzas, el año pasado, en el Parlamento vasco, que también da ecos de anfiteatro, se quejó de que a los presos se les exijan cosas como el arrepentimiento y la “autocrítica devastadora del pasado” (esa devastación moral de la autocrítica, tan superior para algunos a la devastación moral de asesinar). Sin embargo, que ellos estén arrepentidos o no, que protesten por el rancho o por la crueldad frenopática de la medicina carcelaria, que hablen de política y de crimen con los mismos eufemismos de mafioso, eso, ya digo, no es lo que me escandaliza. No me escandaliza el asesino porque sé que hay asesinos, porque han estado ahí igual en la Biblia que en los callejones que en los gobiernos. Ni me escandaliza ni me sorprende. Yo ya sé lo que me va a decir un etarra, que es lo mismo que lo que dice un ex etarra, o un colega del ex etarra, vengan de la cárcel o del bar del Congreso. Lo que me escandaliza es que el asesino aún tenga público, y no para mirarlo como asesino, sino como una víctima arrugada o un soldado cojo o un bardo enfermizo o un cuidador de pájaros soñador. 

En los pueblos, el asesino recibe premios de cocinero, homenajes de futbolista, flores hawaianas, potes de la tribu. En la Universidad, el hecho del asesinato recibe el estatus de lección magistral

La Universidad del País Vasco presta un sitio a un asesino, un sitio que ya se eleva a paraninfo (eso es lo que hace una Universidad, no es lo mismo hablar allí que en un taburete o en una carpa). En la Universidad, el asesino puede impartir doctrina, y no tanto del asesinato sino al contrario, de la ausencia del asesinato, que siempre es otra cosa: política, historia, necesidad, defensa, justicia. Los ojos del asesino, como puñaladas en un saco vacío; las manos del asesino, como la sombra ya cortante, anticipada, de las hachas; la palabra del asesino, como el viento fétido y circular que trae a los buitres. Podría soportarlos, podría enfrentarlos. Volver la cara y mirar al público, al profesor interesado, al alumno siendo instruido, al paisano asintiendo, al político recolectando; contemplar al asesino en el espejo de Medusa de su público, el rostro de una sociedad ciega y pedregosa, inconmovible ante el asesinato, eso es lo que aún me resulta insufrible.

En los pueblos, el asesino recibe premios de cocinero, homenajes de futbolista, flores hawaianas, potes de la tribu. En la Universidad, el hecho del asesinato (convertido en no-asesinato) recibe el estatus de lección magistral. No son los asesinos, ya vencidos y consumidos. Es su público el que aún nos hurta la esperanza. Los ojos de toda una sociedad, vaciados con sus cucharones de mesón; las manos de toda una sociedad, borrando la sangre como si espantaran animales de Rorschach; la palabra de toda una sociedad, pervertida hasta negar el crimen.

Los ojos del asesino, como dos paladas de tierra negra devuelta por las tumbas; las manos del asesino, con su sombra de horca; la palabra del asesino, como una colmena abierta en su cara. Los ojos, las manos, la palabra del asesino podrían estar ahí para el médico o para el verdugo o para el poeta o para la historia o para Dios. Eso puede uno concebirlo, entenderlo. Lo que uno no entiende es que estén ahí para el público, para la gente, para los jóvenes, y no como asesino, sino como cualquier otra cosa. Que el asesino esté ahí como podría estar un maestro o un viajero o un artista, ojos que sólo han visto playas de pintor y manos que sólo han tocado olas de música y palabras que sólo traen enseñanzas tibetanas. O incluso peor, el asesino ahí como más gente, como cualquier otra gente, con sus ojos y sus manos y sus palabras de gente, distraídos y coloquiales y amontonados en sus siluetas chinescas. El asesino como una función de domingo, o como otra conversación de domingo, o como otro peatón del domingo, sin que nadie repare ya en que es un asesino. Sería terrible ver a un asesino subido a una tarima o a un balcón hablando de ser asesino como si fuera igual que ser torero. Y, sin embargo, creo que es aún más terrible ver a un asesino subido a una tarima o a un balcón con todos olvidando que es un asesino.

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