Recordaremos que 2019 fue el año de Sánchez y de la condena por sedición y malversación a los caricatos de la patria del tres por ciento. Lo demás ya es todo Rosalía, solamente. Éste ha sido el año definitivo de Sánchez, no porque haya ganado por más o por menos, en un intento o en otro, sino porque se ha vaciado, se ha desnudado, ya no le quedan más poses ni más balas, ya no nos podrá sorprender ni impresionar ni decepcionar. Después de una seducción verbenera, Sánchez nos ha llevado a su gran cama con bola de discoteca y colchón con nenúfares, ese colchón que es un poco como El carro de heno del Bosco, y allí nos ha hecho ya todo lo que podía o sabía hacer, lo acrobático, lo doloroso, lo gracioso, lo indecente y lo ridículo. A partir de aquí, ya lo que nos vuelva a hacer será porque nos gusta el látigo o la risa.

2019 ha sido también el año en que los independentistas, esnobs y siniestros, los que hacen bailes celtas con el sol en los pendientes y las sandalias en las manos allá en la Barceloneta, y ceremonias nuremburguesas en los conciertos de habaneras, y fogatas de pijo con las furgonetas del pobre panadero, se han encontrado con que al final llega un tribunal y te sentencia a 13 años. Decía yo cuando comenzó el Juicio (lo pondré así con mayúsculas adventistas) que habría que insistir en que aquello era precisamente eso, un juicio, no un balcón de saetas indepes, que es como se lo tomaron y se lo siguen tomando muchos. Ahora, aunque se animen cuando un juez con trenzas tirolesas saca una resolución de otro asunto, o un tribunal bizantino sentencia sobre contrafácticos, o Puigdemont se pasea por Europa como un Beatle con guerrera de Sargent Pepper, nadie cree de verdad que puedan salir de la cárcel los que andan allí zurciendo banderas o se libren de ella los que se han refugiado en un circo psicodélico o en un submarino amarillo.

Los dos hechos del año, el Sánchez revelado como garrafón intercambiable y el independentismo retorciéndose en su fracaso, se ayudan, se complementan y se sostienen ahora. Pero ya no podrán sorprendernos

La república catalana, esa república que sólo tenía el fondo y el tiempo de un porrón entre amigos, podía llegar o no llegar, podía ser una revolución de masas o de cafetín, pero ahora ya saben que cuando desde un Gobierno y un parlamento se intenta sustituir todo el orden legal por una proclama de partidita de mus, uno acaba en el trullo con los ojos encebollados de leer libros zen. Si aún tenemos que soportar fogatas, bravatas y paso de ganso es por dos razones: porque hay gente cuya supervivencia política y personal aún depende de que se mantenga el conflicto, como Puigdemont, y porque hay otra gente que ve que es posible todavía sacarle beneficio político y moral a la tensión. La negociación, como he dicho otras veces, no será para conseguir la independencia, sino para poder ir acumulando recursos, dinero, facilidades para la causa, y esperar mejores tiempos. No hay ningún adventista que reniegue y se canse por fin de esperar el Apocalipsis, sólo lo va aplazando sucesivamente con cada fracaso o cada error de cálculo, mientras su fe se refuerza paradójicamente y los mesías de los murales cada vez tienen los ojos más azules y los rayos más rubios y las profecías más acojonantes.

Aunque no haya república, una Cataluña dominada por una ideología que saca orfeones con águilas de bronce, y pone a los niños a decir que van a quemar fachas, y donde se seguirá marcando con mierda de marrano y amenazando con la muerte civil al disidente, es un escenario muy comprable ahora mismo por el independentismo. Se están negociando humillaciones simbólicas que les den más creyentes en su tierra y generen corros de cursis en la Europa con mosquitera, condescendiente y paternalista. Y se está negociando más financiación y más impunidad para seguir con el control político de la ciudadanía y con más zepelines de agitprop germanoide en lo público. Así, a lo mejor llegan al 60% que decía Iceta, con España ya también blandita de puro icetismo. O llega la vía eslovena con reverencia de la madre Rusia. En todo caso, que nadie les moleste en su Cataluña tomada, hasta la siguiente oportunidad.

2019 ha sido el año del Juicio, el año en que el escamoteo que se inventaron los que huían del tres por ciento, confiando en una sociedad bien adulada, hollada y dirigida durante décadas, ha acabado con cárcel para sus curitas de migajón sagrado y sus vates de trabuco por zanfoña. Ha sido el año también en que un personaje inédito en nuestra democracia, el político no ya vacío, sino rellenable con cualquier cosa, como un joyerito de concha o una petaca; el político con sonrisa de tragabolas o de buzón, le echen por ahí lo que le echen, ha conseguido que todo sea posible, lo más loco, lo más extravagante, lo más contradictorio, lo más caótico o lo más dañino. Los dos hechos del año, el Sánchez revelado como garrafón intercambiable y el independentismo retorciéndose en su fracaso, se ayudan, se complementan y se sostienen ahora. Pero ya no podrán sorprendernos. Sánchez y los indepes ya lo han hecho todo. Prometer y mentir, amenazar y replegarse, proclamar y desdecirse, exhibirse y huir, bravuconear y cagarse. Si nos siguen tomando el pelo ya será porque nos gusta la fusta en la nalga o el chiste después del gatillazo.

Recordaremos que 2019 fue el año de Sánchez y de la condena por sedición y malversación a los caricatos de la patria del tres por ciento. Lo demás ya es todo Rosalía, solamente. Éste ha sido el año definitivo de Sánchez, no porque haya ganado por más o por menos, en un intento o en otro, sino porque se ha vaciado, se ha desnudado, ya no le quedan más poses ni más balas, ya no nos podrá sorprender ni impresionar ni decepcionar. Después de una seducción verbenera, Sánchez nos ha llevado a su gran cama con bola de discoteca y colchón con nenúfares, ese colchón que es un poco como El carro de heno del Bosco, y allí nos ha hecho ya todo lo que podía o sabía hacer, lo acrobático, lo doloroso, lo gracioso, lo indecente y lo ridículo. A partir de aquí, ya lo que nos vuelva a hacer será porque nos gusta el látigo o la risa.

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