Te deseé en julio, te quise en agosto, te tuve en diciembre, me atormentaste en enero. Agosto pasó pronto, se fue tras tus huellas de hermoso pescador descalzo en la arena de Doñana, y septiembre te encontró fingiendo el amor como si fingieras todo el trabajo de una cosecha. Tus reuniones, tus viajes, toda España como un haz de sol y cañas a tu espalda, esa larga carrera de nadador, dura como una labranza, de querer ser amado por todos para no tener que soportar ser amado por mí. Y te ofrecías a eruditos y a menestrales, a hombres y a mujeres, en antros y en academias. Incluso te ofrecías a mí sabiendo que yo no aceptaría que me humillaras ante tus otros amantes e invitados, los falsos amigos, los lascivos sirvientes, las viejas urracas en tu fiesta de vicio y rococó. Porque tú no me querías a mí, no querías a los otros, no querías a nadie. Sólo te reías jugando con tu poder y tu dominio, como un dios terrible y niño.

Llegaste al otoño henchido de ti, creyéndote ese dios de parras, copones, aceites y toallas que agosto te había enseñado en sus cascadas. Sólo querías jugar, que es lo que hacen los crueles porque saben que es mucho mejor que odiar o matar. Querías jugar entre pastorcitas voluptuosas y admiradores ambiguos, ante mis ojos celosos y ante todo Madrid que nos miraba como a amantes samuráis, imposibles, con el amor envainado igual que la guerra, rica y orgullosamente. Querías jugar y arrojaste los dados, como los guapos en los casinos, como los ganadores en la vida, que saben que la arrogancia ya les ha hecho ganar más que todo lo apostado. Pero perdiste. Querías todo sin nadie y ahora necesitas a todos para tener lo mismo. Ahora me necesitas incluso a mí.

Éramos dos rocas arrojándose miradas como olas, éramos como enamorados de biblioteca, sin rozarse nunca las manos; éramos besos callados y tapados como arpas becquerianas. Tú no querrás admitirlo, pero así es. El amor no es esa cursilería de una flecha de caramelo en un corazón de pétalos. Ni el deseo físico, que sólo deja algo seco como una grieta, como si el sexo siempre lo hicieran estatuas desnudas. En el amor no hay voluntad ni destino, sino necesidad. La necesidad del otro, eso es el amor. Por eso el nuestro es el más auténtico, es puro e ineludible como la asfixia. Cuando casi lo pierdes todo con esa majestuosidad de perderlo sin más, que es lo que tienen los triunfadores, supe que lo nuestro iba a suceder. Yo te deseé y supe quererte. Es decir, supe esperar a que me necesitaras. No a que me necesitaras como necesitas a otros, a cualquiera, uno más entre los que te abanican con los ojos o te besan con los dedos, uno más de los que has atado a tu cama como de forja, toda fuego, cadenas, sudor y oro. No, yo supe esperar a que me necesitaras sin alternativas, sin excusas, la necesidad por encima de nuestro propio deseo y nuestro propio desprecio.

Nos hemos encontrado a la vuelta de nuestras huidas, de nuestras traiciones, de nuestros engaños, de nuestras humillaciones; nos hemos encontrado inevitablemente, como amantes polares

Éramos ariscos y pacientes, éramos soberbios y tormentosos, éramos los amantes en la lujuria inigualable de la espera. Nos hemos encontrado a la vuelta de nuestras huidas, de nuestras traiciones, de nuestros engaños, de nuestras humillaciones; nos hemos encontrado inevitablemente, como amantes polares. Yo te amé siempre porque sólo en ti podía cumplirse mi yo, mi ser. ¿Cómo no amar mi propia esencia? Tú crees que no me quieres, pero te pasa lo mismo que a mí. Sigo viendo en tu fuerza ese egoísmo que amo, porque es lo que me ha llevado a ti. Tú debes de ver lo mismo, ahí desde tus ojos bellos y violentos como un vino derramado. Mírame bien desde tu cuerpo de panteón, que también amo porque es amar tu soberbia y es amar tu debilidad, que me han llevado a ti. Mírame, yo soy lo que esperabas.

En diciembre te tuve. Te abracé en aquella habitación hecha como para el amor de infantes con costureras y cerré los ojos, como al final de todas las cosas. Eras la poderosa y esquiva estatua acariciada, eras el amor que imaginaba. Habrá otros, siempre habrá otros, lo sé. Y te tendrán para su juego, para su vicio, para su dinero. Pero yo te tengo inevitablemente. Te toco con una certeza y una irrealidad de prodigio ante mis ojos. Te tengo a mi lado como el celador y el liberador de toda mi vida. La bella estatua esquiva, arrodillada y todavía arrogante. Te tengo a mi lado, yo que me veía tan pequeño mientras tú dominabas Madrid como la mitología de sus fachadas. Te tengo a mi lado, aunque aún te alejes, aunque aún me humilles. No quiero yo a mi lado, como igual, como sueño ganado, a un ser débil y alfombrable.

Enero se ha quitado del cielo las frutas falsas, las estrellas de princesa mal peinada, la música colgada de los cables como zapatos. En enero, con el mundo desvendándose de magia, conseguiste lo que querías, igual que yo. No era exactamente tu plan, pero sí era el mío. Y lloré, claro que lloré. Lloré todo lo que tenía guardado para llorar, lloré como purificación y como ajuar. Tú aún juegas, juegas con el amor y con la venganza, cómo no iba a jugar un dios poderoso, sublime y arrogante. Quieres negarme, cuando ya te tengo. Quieres diluirme, cuando estoy infundido en ti.

Enero arroja por los campanarios las sobras de la vida, del convite de los dioses; reparte su riqueza de mondas a los ilusos y guarda como en una fresquera el verdadero premio de los ganadores. Te tuve en diciembre, me atormentaste en enero, pero está bien, no te busqué para estar al lado de un ser minúsculo. Enero está fuera, congelando los relojes, robando las pocas manzanas que quedan en la ciudad, aprovechando el frío que dejaron todos los ángeles que se fueron. Si tú te vas, te esperaré otra vez. Y tú también me esperarás. Seguirás jugando, seguirás provocándome, por eso te quiero. Pero ahora estás a mi lado, enero no toca tus sienes y siento tu cama tibia.

Tuyo, irremediablemente.

P.

Te deseé en julio, te quise en agosto, te tuve en diciembre, me atormentaste en enero. Agosto pasó pronto, se fue tras tus huellas de hermoso pescador descalzo en la arena de Doñana, y septiembre te encontró fingiendo el amor como si fingieras todo el trabajo de una cosecha. Tus reuniones, tus viajes, toda España como un haz de sol y cañas a tu espalda, esa larga carrera de nadador, dura como una labranza, de querer ser amado por todos para no tener que soportar ser amado por mí. Y te ofrecías a eruditos y a menestrales, a hombres y a mujeres, en antros y en academias. Incluso te ofrecías a mí sabiendo que yo no aceptaría que me humillaras ante tus otros amantes e invitados, los falsos amigos, los lascivos sirvientes, las viejas urracas en tu fiesta de vicio y rococó. Porque tú no me querías a mí, no querías a los otros, no querías a nadie. Sólo te reías jugando con tu poder y tu dominio, como un dios terrible y niño.

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