En la cafetería del Parlamento catalán se ha colado aceite no catalán, que enseguida algún nativo ha reconocido por su aspecto, por el ajo español que emanaba, por el brillo moro de sus gotas de ojos moros, por la manera en la que el pan tumaca protestaba como si fuera Marta Ferrusola quejándose de que sus hijos no pueden jugar en el parque porque está lleno de castellanos. En Cataluña, la policía de la pureza ya está mirando la raza de los lamparones de las servilletas, leyendo las frases de los sobres de azúcar, calibrando el moreno del pan después del de los camareros y preguntando si el cerdo del jamón ha sido sacrificado convenientemente mirando hacia Montserrat, por si hay ahí contaminación, herejía, profanación y enemigos del pueblo disimulando su motín entre churros.

Me imagino a ese catalán con placa detectivesca de catalanidad, con pies de plomo de vigilar un café subversivo (la subversión puede estar en cualquier parte), sospechando del aceite por su manera desganada de caer, por su color azurraspado, quizá porque en la etiqueta no aparecen motivos catalanes sino un molino toledano o una andaluza con cántaro o un sol maliciosamente parecido a una pandereta. Me imagino al detective de la pureza acercándose para estudiar la etiqueta, y su gesto de enfado y reafirmación al ver la prueba del oprobio: Getafe, un aceite de Getafe. 

El proteccionismo catalán no es por los productos catalanes, sino por el alma catalana, que ven reflejada o atacada en todo

La denuncia partió de un consejo comarcal que visitó el Parlament y descubrió el pastel con ese ojo evolucionado para los orígenes de las cosas y las gentes. Todos estamos ahora en carne viva con el campo, nos traemos manzanas ceremoniosamente del puesto de la esquina, como regalos de gánster, y queremos entender los productos de kilómetro cero aunque la globalización no se pueda parar volviendo a comprar en cucurucho. Pero, en realidad, el proteccionismo catalán no es por los productos catalanes, sino por el alma catalana, que ven reflejada o atacada en todo, en el aspecto de la gente, en aceites orientaloides y en el peligro de un melón de Villaconejos igual que un huevo de alien.

Un aceite de Getafe, pero, además, en la sede de la soberanía del pueblo catalán. El Parlament legisla poco (me refiero a leyes de verdad, leyes adultas, no a jugar al rey Arturo con estelada y escobón), pero es que es sobre todo un lugar simbólico, un tabernáculo de esencias y un icono de la resistencia. Allí sigue su república guardada como una lámpara descolgada, allí declara Torra que él está por encima de la ley con una presencia imponente y aldeana de cabezudo de Napoleón; allí Torrent, que parece un sicario del Santo Oficio, pone a la gente a rezar por el independentismo (por su propio bien, por supuesto) y achicharra la Constitución como un códice sarraceno.

No es ya una reivindicación de tractorista, ni ese boicot de lo ajeno que es siempre el proteccionismo de lo tuyo. Es que el Parlament es como un monumento escorado, doloroso y orgulloso, igual que el monumento al Arizona, y allí el aceite es otra sangre de mojar pan y tiene que estar con los otros óleos de santo y los otros paños de lágrimas del independentismo. Cómo va a mantener uno la sangre pura si no puede mantener el aceite patrio allí donde precisamente se hace patria por encima de las leyes, de la razón y de la moral. En el Parlament no puede haber aceite de Getafe, y no hablemos ya de tortas de Inés Rosales, y la Generalitat ha tenido que pedir perdón. Pero aún sigue la polémica, porque al parecer han detectado manzanas italianas, exóticas, chocantes y molestas como gondoleros cantantes.

El aceite catalán, mercurial, alquímico, tiene sentido que esté en el corazón de la nigromancia indepe. Lo que yo me pregunto es qué va a haber en la tan popular mesa de negociación. No me refiero a qué aceite o qué tomates mitológicos suyos, como tomates de Hércules, van a pedir los indepes que haya sobre la mesa, para el desayuno o para la simbología, como cuando Torra trajo una planta amarilla a la Moncloa a comerse los geranios de todas las zarzuelas. Me refiero a si lo que está planeado es que nos tengamos que comer todo lo catalán y tirar todo lo españolista, por rancio o por africano. Tirar no ya nuestras olivas lorquianas y nuestro vino como fenicio, sino tirar la democracia, la ciudadanía y los derechos, en Cataluña y fuera. Sí, a ver cómo queda en esa mesa el reparto del mercado, de la pela, de las esencias, de las servidumbres y de las humillaciones. Ellos quieren sólo su aceite y sólo su sangre, que quizá van mezclados como en esa luz de matadero que dan las mariposas que se les ponen a los santos. O quieren lo suyo y lo de los demás. Que España les lleve camareros y chachas, y dinero, que sigue valiendo aunque sean duros de Franco, y que ellos derramen sobre España la civilización y el cava meón de las despedidas de soltera. A lo mejor es eso, que quieren lo suyo y lo de los demás, porque tampoco les sale tan caro: apenas traerle a Sánchez un licorcito y un chirimbolo para su colección monclovita de pufs de picadero, venganzas de niño y vanidades de muerto de hambre.

En la cafetería del Parlamento catalán se ha colado aceite no catalán, que enseguida algún nativo ha reconocido por su aspecto, por el ajo español que emanaba, por el brillo moro de sus gotas de ojos moros, por la manera en la que el pan tumaca protestaba como si fuera Marta Ferrusola quejándose de que sus hijos no pueden jugar en el parque porque está lleno de castellanos. En Cataluña, la policía de la pureza ya está mirando la raza de los lamparones de las servilletas, leyendo las frases de los sobres de azúcar, calibrando el moreno del pan después del de los camareros y preguntando si el cerdo del jamón ha sido sacrificado convenientemente mirando hacia Montserrat, por si hay ahí contaminación, herejía, profanación y enemigos del pueblo disimulando su motín entre churros.

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