La desescalada, ha dicho Simón, vendrá con sus instrucciones como algo de Ikea. Lo que pasa es que las instrucciones de Ikea son como neolíticas, todo en sus planos parece un arado y a veces te sale el arado de verdad. Los muebles de Ikea sólo los puede montar un constructor de catapultas o un elfo de Santa Claus, así que a mí me parece un buen símil. Tenemos la desescalada que es como una silla en la que todos queremos sentarnos, en la que el Gobierno está deseando sentarse, pero ahora está toda España cubierta de listoncillos, arandelas, abrazaderas, hembrillas, espárragos y aglomerados, y las instrucciones parecen las del Caballo de Troya.

Lo que nos preocupa, en realidad, no es que no terminemos de entender las instrucciones. Lo que nos preocupa es que esas instrucciones estén hechas no para montar una silla, sino para rellenar el domingo, como un crucigrama gótico del Times, que es lo que pretende en el fondo todo lo de Ikea. Es decir, lo que nos importa es que esas instrucciones tengan sentido y conduzcan a algo útil, no a tener en mitad del salón un puente levadizo. Las instrucciones no se entienden porque ni siquiera están todavía escritas, sólo tenemos un bosquejo de esa silla que todavía puede acabar en reclinatorio, en silla de diseño sólo para resbalarte o en silla fondada con gallina ponedora encima.

La cosa era tener un plan, no una solución. Ahí lo tienen, y es verdad que parece inventado. Ahí lo tienen, desplegado o deconstruido como una Torre Eiffel de cerillas

A Sánchez le preguntó Carmen Torres si se podría ir de una provincia a otra limítrofe que estuviera en una fase anterior, y el presidente puso de ejemplo viajar de Almería a Cádiz. Sánchez no sólo no sabía dónde están Almería y Cádiz, como si fuera presidente de Gran Hermano, sino que casi termina hablando del langostino sin contestar a esa pregunta para la que aún no tiene respuesta. No saben eso como no saben cuándo vamos a poder ver a los abuelos, o cómo beber vermú con mascarilla, o cuándo se podrá ligar sin que vaya a por ti la Guardia Civil como una suegra con mantilla, o cómo van a sobrevivir los restaurantes con un 30% del aforo y todos los camareros con traje de Michelin y guante gordo con el que no se puede coger la taza. No lo sabemos nosotros ni el Gobierno. En este punto, sus instrucciones desplegadas tenían que parecer las de un alunizaje y eso es lo que nos han dado. Llegar a la luna ya es otra cosa.

El plan de desescalada tenía que parecer, antes que nada, un plan. O sea, había que poner fases. Una ordinalidad que diera sensación de avance, certidumbre y autoridad, como James Cagney en Uno, dos, tres. Han sido números pero podrían haber sido colores o letras. Los colores quedan infantiles y la gente pensaría en el auto feo de los payasos de la tele. Las letras griegas suenan a radiactividad y las latinas a test de autoescuela, así que la cosa estaba clara. Ya con los números, por supuesto había que poner una fase cero, que es como poner un escalón cero, algo que no nos cuesta trabajo, algo que ya nos regalan y que anima. Y además así las fases parecen menos. La fase 3 es la cuarta, pero el cerebro resta uno, como cuando ponen precios con 99 céntimos.

No se crean que la nomenclatura es tontería, porque es a lo que le habrá dedicado más tiempo Iván Redondo. Sobre todo, a esa gran creación de la “nueva normalidad”, un oxímoron que está entre el eufemismo de ortopedia y el paraíso de secta de banjo. Quizá Redondo estuvo dudando entre fases numéricas o descriptivas: fase de alivio, fase de apertura, fase de expansión, fase de normalización… Pero las fases numéricas, en un conteo como de la NASA, parecen más científicas, ellos que están siempre con la Ciencia aunque la Ciencia no les haga caso. Sólo la última fase sería descriptiva: Nueva Normalidad. Si al Nirvana le llamas fase 4 sólo parece el Candy Crush. La última fase tenía que ser descriptiva porque ya pasaría de lo científico a lo humano, de lo mecánico a lo espiritual. Esto no tiene nada que ver con el virus ni con la medicina ni con la economía. Esto sólo tiene que ver con el marketing, con venderte la República Independiente de la Normalidad aún plagada de pulgas.

La desescalada era esto, ya lo ha dicho Simón. Un mueble de Ikea, instrucciones de bomba atómica para hacer una mesa camilla que a lo mejor termina siendo una lámpara china. No es por la confusión, no es porque nos abrumen las piezas y los llavines ni porque las instrucciones tengan rosa de los vientos como un mapa pirata. Es que no vemos las herramientas para hacer nada de esto. ¿Dónde están los test masivos y el material de protección para todos? Eso sería lo más efectivo, y más barato desde luego que destruir la economía, como dice el Premio Nobel de Economía Paul Romer.

No sabemos cuándo volveremos al pueblo, con celaje de tango; ni cuándo trabajaremos sin escafandra, con las patatas bravas como volcanes venusianos; ni cuándo se reunirán los novios, que parecerán todos amantes de Teruel; ni cuándo podremos ligar con las camareras, que ahora serán como lejanas reinas egipcias. No lo sabemos ni nosotros ni ellos. La cosa era tener un plan, no una solución. Ahí lo tienen, y es verdad que parece inventado. Ahí lo tienen, desplegado o deconstruido como una Torre Eiffel de cerillas. Nos servirá de crucigrama blanco o de castillo de Lego o de puzle del Bosco durante meses. Y a ver qué sale.