Con el magisterio que le caracterizaba, Stefan Zweig describe la figura del profesor en una novela magnífica –¿escribió alguna que no lo fuera?- titulada Confusión de sentimientos en términos que resultan especialmente útiles considerar para analizar la crisis de la educación en la España de nuestros días.

Narra Zweig la historia de un joven estudiante que está a punto de abandonar los estudios en una gran universidad cuando su padre decide enviarlo a una pequeña universidad de provincias. Allí, un brillante profesor despierta en él una nueva pasión: la del saber.

El primer encuentro con el profesor tiene lugar en un seminario en el que los estudiantes estaban divididos en dos grupos de debate, uno a favor y otro en contra. La discusión puramente intelectual “atizada por la hábil mano del profesor se encendió cargada de electricidad”, le cautivó por completo.

La idea de una discusión intelectual entre posiciones contrarias se atribuye a Giordano Bruno para luego ser utilizada por Galileo en sus escritos científicos como Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo así como por Shakespeare en casi todas sus obras de teatro; quizás inspirado por las clases que Bruno le dio en Londres sobre el arte de la memoria.

A los pedagogos progresistas modernos, que han venido liderando el decaimiento de la educación en España, la figura del profesor novelada por Zweig les parece ridícula por anacrónica

A los pedagogos progresistas modernos, que han venido liderando el decaimiento de la educación en España y dicen saber cómo se enseña lo que ellos palpablemente ignoran, la figura del profesor novelada por Zweig les parece ridícula por anacrónica ya que para ellos ni siquiera debe tener una mesa mas grande y en alto y aún menos autoridad académica ni disciplinaria. Y un seminario como el descrito en el que una discusión tutelada por el profesor entre posiciones contrarias, en la que obviamente quien no sabe de qué hablar solo puede permanecer callado –que diría Wittgenstein– y que por tanto exige un conocimiento previo de las materias tratadas, también es visto por nuestros pedagogos como una ridícula reliquia del pasado.

Un pasado, para ellos, muy vigente en la educación  de élite de EEUU -por ejemplo, Chicago, una universidad con cerca de un centenar de premios Nóbel-, dónde los alumnos pueden elegir asignaturas /profesores según la cotización que merecen en el “mercado de valoración” de los propios estudiantes. Ni que decir tiene que los mejores son los más “caros”, algo que ya sucedía en tiempos de la escolástica: así el padre Francisco de Vitoria estaba sumamente cotizado en la Universidad de París y conseguía más matrículas y más caras para sus clases que los demás profesores.

Cuando se examinan las razones del éxito de los países que consiguen mejores resultados en educación un común denominador es el prestigio de los profesores. Un fundamento esencial de su prestigio proviene de una circunstancia tan obvia como ignorada en España: los profesores fueron antes estudiantes con las mejores notas a lo largo  de sus carreras; no se puede ser profesor sin estar clasificado dentro del 20% de las mejores notas. Nada más lógico que enseñen a los demás los que más saben, por conocimientos y ejemplaridad.

Esta lógica no la comparten los progresistas españoles porque estando en contra de los exámenes y las notas –que consideran drawinistas….¡y lo son, claro!-  ¿cómo no van a estar en contra de las élites educativas?  De hecho, para la pedagogía progresista la selección de profesores entre los mejores estudiantes carece de sentido: para ellos las notas y las consiguientes clasificaciones deben abolirse.

Cuando se examinan las razones del éxito de los países que consiguen mejores resultados en educación un común denominador es el prestigio de los profesores

La regeneración  de la calidad de la educación en España debe comenzar por la revalorización del papel del profesor mediante una exigente selección  de los mismos, una remuneración atractiva para atraer a los mejores y el regreso de la disciplina y la autoridad a las aulas.

Quizás para dar gusto a todo el mundo podrían establecerse dos tipos de instituciones educativas:  las destinadas al “aparcamiento” de los hijos de padres progresistas que rechazan el esfuerzo, el rigor, los deberes, los exámenes, las notas y la disciplina y que se conforman con un diploma al final del ciclo de estudios con la calificación “progresó adecuadamente”, y otras exigentes, disciplinadas, rigurosas y serias –como siempre ha sido y será la buena educación– para los hijos de los padres que consideran que una buena educación es la mejor herramienta para desenvolverse libre y responsablemente por la vida.

Al terminar los estudios, los primeros, lógicamente menos demandados y remunerados en el mercado de trabajo que los segundos, le echarán la culpa de sus desgracias a los demás, para cultivar a continuación una dependencia cada vez mayor de un Estado del Bienestar que se tendrá que financiar con los resultados del trabajo de los que recibieron una educación “como Dios manda”.

En buena parte ya viene sucediendo algo parecido: hay muchos –demasiados- padres que desocupados de la responsabilidad de transmitir valores ejemplares en la educación de sus hijos confían la educación de éstos al Estado –en la versión “blanda” descrita- mientras que otros –menos de los que debieran– prestan la máxima atención desde la más tierna infancia de sus hijos a una buena educación en valores y tratan de que reciban la mejor y más exigente enseñanza primaria y secundaria posible, para proseguir después estudios profesionales o universitarios que les habiliten para buscarse la vida bien armados de principios morales y conocimientos técnicos.

El resultado de este proceso es el regreso a una España tristemente dual, como las sociedades “en vías de desarrollo”, según acuñaron hace medio siglo los sociólogos; que hace tiempo habíamos, felizmente, abandonado y ahora estamos recuperando gracias a la política educativa socialcomunista.

Con el magisterio que le caracterizaba, Stefan Zweig describe la figura del profesor en una novela magnífica –¿escribió alguna que no lo fuera?- titulada Confusión de sentimientos en términos que resultan especialmente útiles considerar para analizar la crisis de la educación en la España de nuestros días.

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