Ya nos están emborrachando las luces, hechas para emborrachar. Los alcaldes han ensartado hadas y han congelado fuentes para ponerlas sobre los escaparates de las tiendas, que parecen casinos de elfos, bancos de monedas de chocolate, barras americanas con ayudantas de Santa Claus. Es la Navidad capitalista, sin la que sólo tendríamos carpintería, zurrones y morriña. La Navidad consumista, egoísta y apóstata, la de la tarjeta de crédito y el Black Friday y el Papá Noel obeso de la Coca-Cola (la imagen que tenemos de Santa Claus es una imagen publicitaria de la Coca-Cola, como si aquí usáramos al Gambrinus de Cruzcampo). Es la Navidad que yo quiero revindicar, porque la Navidad sentimental y lotera, que es la que está preparando el Gobierno, nos puede matar.

Lo que está haciendo el Gobierno, con la complicidad de autonomías de varios colores, es diseñar la misma Navidad sentimental de siempre, aun con el virus. Hasta sus normas parecen las de tu madre, calculando el número de comensales según el tamaño del horno, más que otra cosa. Diez comensales no son ninguna medida científica, sino una medida de la soledad de la madre. Menos de diez ya sería echar de menos a la gente, mirar con pena y sorbitos los huecos de abrigos que no están y todo el pavo que sobra. El Gobierno, que nunca miró a la ciencia, no la va a mirar ahora, cuando la sentimentalidad puede hasta con los peores avaros.

Ni la ciencia ni el virus entienden esa necesidad de reunirnos todos, precisamente ahora, alrededor del vino quinado y de ese nacimiento inspirado por teologías y luces de alfajor. Ahora, precisamente cuando todo es sentimental y galletero, es cuando la ciencia y los gobernantes nos deberían devolver a la realidad. Pero no, lo usan para vender décimos y para hacer de Reyes Magos que a pesar de todo nos van a regalar un calcetín de madre y un primito.

Ahora, precisamente cuando todo es sentimental y galletero, es cuando la ciencia y los gobernantes nos deberían devolver a la realidad

Nos emborrachan las luces, doradas y trenzadas, por las que parece que baja hidromiel como por la espalda de una valkiria. Sí, habrá que ponerse pagano antes de que un Jesusito de loza desconchada y pie comulgable nos mande llevar el bicho a la casa familiar con fatalidad bíblica. Habrá que ponerse pagano, consumista, egoísta y solitario si hace falta. Quedarse en el Black Friday o en el Cyber Monday, con una tablet envuelta en papel como de relleno de zapato, sin más magia ni más campanillas. Salir a por un jamón grande y navideño como un reno entero, solo para ti y tu pareja, e ir socavándolo entre los dos con delito nocturno y cómplice, como un asesinato. O ir a comprar una joya diminuta como sacada de los cofres marinos del cielo municipal, y que le das luego a la señora como si le pidieras matrimonio a una sirena. Eso, que apenas mueve el bicho, pero mueve la economía. Eso sería lo cívico y lo compasivo. Lo criminal sería extender el virus por volver a tu tierra para regalar bufandas de pelusa y comer el pestiño familiar.

La Navidad cerrada o abolida o suspendida, o reducida a la televisión achampanada y a la compra hipnótica en internet. Salir a cazar dulces blancos, como conejos blancos, o a capturar unas botas como un pura sangre, pero luego volver a tu casa enseguida, a engordar lentamente, a engordar de migas, y a hacer el amor entre palillos de sushi y zombis cinematográficos. Videollamar a la familia, que te contesta ante el viejo mueble bar de la infancia, todavía con mi comunión aparatosa y culpable de ateo que todavía no lo era, o te contesta ante la sandwichera o en el súper, y hablar de lo de siempre como siempre, y echarlos de menos, sin tener que salir corriendo de repente, como a poner la mesa allí, porque lo dice el obispo o las muñecas de Famosa o el Gobierno que te facilita un salvoconducto como para una guerra rusa.

La gente, todavía más sentimental que el Gobierno, olvidará el bicho y la razón por el ritual, y así llegará la tercera ola

La Navidad del descastado, del impío, del Grinch y de Glovo, de las luces idólatras y de la tarjeta electrónica, de los patinadores o los bebedores o los novios solitarios, de un Papá Noel de estriptis y de un árbol esquelético adornado con corchos de Amazon. Una Navidad de una pandemia, no la de Chencho ni la del colegio de monjas, con estrellas de espray en los cristales y belenes de Gulliver (a veces coincidía un Jesusito grande con una Virgen y un San José pequeñitos y con una mula gigantesca, y tenían que convivir todos como razas fantásticas o extraterrestres). Tampoco nos iba a pasar nada por un año.

El Gobierno pone sus normas no mirando a la ciencia, ni al negocio (el mejor negocio ahora es la prudencia), sino a la morriña, a la ternura de los emigrantes vueltos o devueltos, al amor a la madre o a su queso, como el de un quinto. Ésta no puede ser una Navidad ni remotamente normal, pero el Gobierno nos habla aún de Navidades sentimentales, con días de fiesta y milagro incluso para el virus. La gente, todavía más sentimental que el Gobierno, olvidará el bicho y la razón por el ritual, y así llegará la tercera ola. Yo, de momento, intento oponerme pervirtiendo la Navidad sentimental.  Me quedo con todas las luces y con todos los regalos, y me emborracho solo como un depravado o como un ángel. Cualquier otra cosa sería un crimen. 

Ya nos están emborrachando las luces, hechas para emborrachar. Los alcaldes han ensartado hadas y han congelado fuentes para ponerlas sobre los escaparates de las tiendas, que parecen casinos de elfos, bancos de monedas de chocolate, barras americanas con ayudantas de Santa Claus. Es la Navidad capitalista, sin la que sólo tendríamos carpintería, zurrones y morriña. La Navidad consumista, egoísta y apóstata, la de la tarjeta de crédito y el Black Friday y el Papá Noel obeso de la Coca-Cola (la imagen que tenemos de Santa Claus es una imagen publicitaria de la Coca-Cola, como si aquí usáramos al Gambrinus de Cruzcampo). Es la Navidad que yo quiero revindicar, porque la Navidad sentimental y lotera, que es la que está preparando el Gobierno, nos puede matar.

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