Tenemos por fin a punto de aprobarse la Ley de la Eutanasia que llevaba dos años ya dando tumbos por el Congreso de los Diputados y que no acababa de salir al pleno para su votación definitiva. Debo decir de antemano que me parece una buena ley, una ley necesaria que no puede ser sustituida, como el Partido Popular ha pretendido, por una ley de cuidados paliativos porque cada una de esas regulaciones habla de situaciones distintas y no comparables.

Los cuidados paliativos se proporcionan a las personas para bien morir. Es decir, para acompañarlas en los últimos momentos de su vida sin que ese trance dramático comporte además un sufrimiento innecesario y evitable gracias a los avances científicos de nuestro tiempo. Son aquellos cuidados que una persona puede recibir cuando ya no exista para él esperanza de vida ni cura terapéutica posible porque esté próximo su fallecimiento, con el objetivo de aliviar su sufrimiento aunque con ellos se acelere, que se acelera, el proceso de la muerte.

La eutanasia pertenece a otro ámbito muy diferente. No se regula para ayudar a quienes van a morir sino a quienes no quieren seguir viviendo porque su perspectiva es la prolongación de un sufrimiento físico y moral irreversibles. Ésas no son cuestiones que se puedan abordar con la aplicación de cuidados paliativos.

Por eso no tiene ningún sentido que el Partido Popular anteponga su ley de cuidados paliativos frente a la ley de la eutanasia. Da la impresión que los de Pablo Casado no se han atrevido a enfrentarse a la doctrina de la Iglesia católica, radicalmente contraria a legislar en esta materia como lo ha sido con las leyes de matrimonio homosexual o del aborto. Pero su oposición a toda ley del aborto tiene más sentido porque al fin y al cabo estamos hablando de cercenar una vida incipiente. Pero en el caso de la eutanasia, la circunstancia es exactamente la contraria: ayudar a alguien a acabar con una vida de sufrimiento sin esperanza  que, por eso, ya no quiere ser vivida.

Ésta es una ley aconfesional que no tiene por qué tener en cuenta convicciones religiosas muy respetables pero que no se pueden imponer al conjunto de una sociedad mayoritariamente partidaria de una regulación legal del tratamiento médico de estos casos. Entre los votantes del PP hay con toda seguridad una mayoría que ve con buenos ojos que se regule el modo de ayudar a morir a quienes tienen razones de muchísimo peso para no seguir viviendo privados de  todo horizonte de recuperación y sometidos a un padecimiento físico y psicológico constante y permanente durante los años que su cuerpo sea capaz de resistir.

Da la impresión de que el PP no se ha atrevido a enfrentarse a la doctrina de la Iglesia católica, radicalmente contraria a legislar en esta materia como lo ha sido con las leyes de matrimonio homosexual o del aborto

De todos modos, es de agradecer que en la defensa, ayer, de su oposición a la ley de la eutanasia el PP se haya alejado de aquella argumentación defendida en el debate celebrado en febrero de este año en el que el diputado José Ignacio Echániz sostuvo la disparatada teoría de que esta ley defendida por el PSOE tiene el objetivo de “ahorrarse costes”. “En  estos momentos el Estado del Bienestar tiene graves problemas de financiación”, aseguró desde la tribuna del Congreso. “Cada vez que desaparece una persona de estas características desaparece un problema económico y financiero para el Estado. Cada vez  que una de estas personas es empujada al fallecimiento por la vía de la eutanasia, el Estado está ahorrando muchísimo”.

A esto se le llama desbarrar y no haber comprendido nada en absoluto de la terrible realidad y el inmenso dolor y desesperanza a los que se enfrentan las personas que piden ayuda para morir.

La ley cuenta con distintos niveles de estricto control y con la supervisión final de un comité médico que hacen casi imposible un uso perverso de la norma. Es una ley prudente que cuenta con todas las garantías, con todos los controles y con todas las inspecciones necesarias para evitar el único riesgo posible, que sería la aniquilación de ancianos por parte de allegados que, o bien no desearan cargar con el peso de un enfermo que requiere de un nivel extraordinario de atención sanitaria, o bien pretendieran hacerse cuanto antes con la herencia de quien ya no tiene más horizonte que la muerte y decidieran acelerar ese tránsito. Con esta ley eso se hace imposible.

Se ha implantado un esquema de actuación que garantiza un tratamiento impecable y contrastado de la voluntad, repetidamente expresada por una persona, de dejar de vivir por las razones que ya se han dicho. La ley proporciona en ese sentido varios mecanismos que garantizan absolutamente que no exista ninguna rendija por la que se pueda escapar alguna práctica dudosa que pudiera llevar a un homicidio encubierto, sobre todo en el caso de los ancianos.   

El enfermo que desee acabar con su sufrimiento y pida ayuda para dejar de vivir porque no está en condiciones de hacerlo solo ha de formular en cuatro ocasiones su deseo ante un profesional médico, que está obligado a hacer un diagnóstico de su situación, informe que será estudiado por otro médico y después por una comisión de garantías que verificará si se cumplen las condiciones que exige la ley para practicar la eutanasia al solicitante que, naturalmente, podrá echarse atrás de su petición, o aplazarla, en cualquier momento del proceso.

La ley contempla además la objeción de conciencia por parte de los profesionales sanitarios. Es, en definitiva, una ley de la máxima trascendencia que acaba por fin con esa penalización de 10 años de prisión para quien ayude a morir a una persona que desea y pide dejar de sufrir inútilmente. Una ley importante, necesaria, garantista y merecedora del más amplio apoyo.