Pablo Iglesias llegó a lo alto de la democracia y no le gustó porque allí al final no había indios sentados para escucharle a él con gorro de plumas y larga pipa de Pantera Rosa, como un marajá posmarxista. La democracia, hasta entonces, sólo era él hablando de la democracia, por ahí en plazas como zigurats, o en apartamentitos con los ceniceros y los fregaderos derrumbados sobre sí mismos como pufs, o en paraninfos de café con leche y pitillos con humo de metralleta caliente. Él hablando de la democracia y la democracia asintiendo como un camarero con azucarillo o un ligue que dice que sí con los ojos. Esa democracia era una cosa del pueblo pero de la que se encargaba él solo, como se encarga un cura de las almas. El tamaño de aquella democracia, como el tamaño del Cielo del cura, era más o menos el de su mesa camilla, el de su copón o el de su braguero. Hasta se le ha quedado, de eso mismo, voz de curita de mano blanda y labio temblón. Pero lo de Iglesias nunca fue democracia.

Pablo Iglesias llegó a lo alto de la democracia, uno incluso lo ve a gusto allí, ante sus escudos y sellos, como una cabeza de Rosalía de Castro en su billete, con su moño enmarañado de firmas de interventores y gobernadores, ya acomodado en el santo y blando verdín del poder. Pero a Iglesias no le termina de gustar, porque ni siquiera allí él manda. Resulta que hay presidentes, ministros, leyes, administraciones, organismos, parlamentos, jueces, gente. Gente, o sea ciudadanos, no ese pueblo mítico que él llevaba y traía por donde quería, arriba y abajo, moviendo una mano como un Moisés pinchadiscos o un entrenador de loros. No ese pueblo estribillo que él usa para ahuecar la voz, como si hablara dentro de un cántaro del pueblo. No, sólo ciudadanos con derechos, y hasta que recuerdan cosas como colgadas en una biblioteca: "un gobierno de leyes, no de hombres", de John Adams, por ejemplo. Todo esto le fastidia mucho los planes de plantar su culo de dragón en un trono de hierro, invocar espíritus y contar al pueblo como una pella de barro que tiene en las manos.

Lo suyo sólo es un autoritarismo paternalista dedicado al pastoreo de pobres, al cultivo del pobre como cereal

Iglesias ya dijo que esto era una democracia "limitada" (como si pudiera existir una democracia ilimitada), y ahora dice que es una democracia donde no hay "plena normalidad política y democrática" por lo de los sediciosos condenados. Su autoridad sobre la democracia es otra vez la de poner voz de cura, porque la verdad es que nunca le hemos visto practicar nada semejante. No hay más que preguntarse dónde están aquellos Círculos de Podemos que se han quedado pochos como las ciruelas que parecían. Ese poder popular, que iba a ir de abajo arriba, que iba a ser transversal, se ha revelado un poder para el que basta un señorito, una gobernanta, un mayordomo y una criadita, como si en vez de un partido o un país llevaran un hotelito rural o una mansión de Agatha Christie. Sólo hay que ver cómo Iglesias maneja su partido, sus ministerios, sus empleados, sus líos, como enseres de su casa particular, como posesiones, ajuares y dotes de patricio, como bueyes o como viñedos.

Tampoco en la teoría fue nunca democracia lo de Iglesias. Lo suyo sólo es un autoritarismo paternalista dedicado al pastoreo de pobres, al cultivo del pobre como cereal, a la domesticación del pobre para la yunta, al mercado de pobres como de moda hípster. El pobre, el pueblo, lo que sea, le llena las estanterías y la olla como al cura le llena el Cielo y el cepillo. Iglesias es lo más parecido a un pope o a un dios que usa a los menesterosos para aceitarse con ellos las barbas y los goznes de los palacios. Lo de Iglesias nunca fue democracia y ahora se le nota más que nunca, quizá porque está decepcionado, porque él creía que se llegaba al Gobierno como se llega al final del parchís y ya luego tendría su trono de hierro, su Excálibur y su Poder Popular allí como un cofre del tesoro o un palantir.

Lo de Iglesias nunca fue ni será democracia. Sus 35 escaños le permiten hablar de la "voluntad del pueblo" porque, evidentemente, para él la "voluntad del pueblo" no está en los escaños, sino en la herencia o la revelación que recibió él en su departamentito o en su cafetín. Eso no es democracia, sino lo contrario. Para Iglesias, algunos políticos no podrían ser encarcelados cuando cometieran un delito porque eso sería una "anormalidad política y democrática". Es terrible lo que esto significa verdaderamente: los delitos y condenas se determinarían según la conveniencia o la negociación política, o sea por el poder político. Es decir, todos los presos serían presos políticos. Eso no es democracia, sino lo contrario. Concebir la separación de poderes como un complot que impide el verdadero "poder popular", ése que evidentemente reside sobre una sola coronilla, no es democracia, sino lo contrario. Que las mayorías puedan negar derechos fundamentales a otros ciudadanos no es democracia, sino lo contrario. Hacer que la prensa responda no ante las leyes, sino ante baremos o cuotas o señalamientos políticos, no es democracia, sino lo contrario. 

Quizá Iglesias sólo quiere cumplir sus fantasías pubescentes de dominación, venganza y guerrillerismo New Age proclamadas delante de porros, colegas y grupis. Quizá no quiere tanto salvar al mundo o al pobre como seguir llevándose titis a un catre cada vez más emplumado, quién sabe. El caso es que, ahora, Iglesias es todo lo contrario a la democracia. Ahora se ve ahí, en todo lo alto, con su tapetillo de sermonear o de jugar a la botella, con su dedo de pantocrátor del pueblo como un polo que se está derritiendo, y lo que ve no le gusta, claro: leyes, instituciones, normas, controles, adultez, ciudadanos. Su decisión será (está siendo) demolerlo todo. Y ahí tiene a Sánchez, otro que es todo fantasías de fiesta adolescente, con más ganas de ayudarlo que de pararlo.

Pablo Iglesias llegó a lo alto de la democracia y no le gustó porque allí al final no había indios sentados para escucharle a él con gorro de plumas y larga pipa de Pantera Rosa, como un marajá posmarxista. La democracia, hasta entonces, sólo era él hablando de la democracia, por ahí en plazas como zigurats, o en apartamentitos con los ceniceros y los fregaderos derrumbados sobre sí mismos como pufs, o en paraninfos de café con leche y pitillos con humo de metralleta caliente. Él hablando de la democracia y la democracia asintiendo como un camarero con azucarillo o un ligue que dice que sí con los ojos. Esa democracia era una cosa del pueblo pero de la que se encargaba él solo, como se encarga un cura de las almas. El tamaño de aquella democracia, como el tamaño del Cielo del cura, era más o menos el de su mesa camilla, el de su copón o el de su braguero. Hasta se le ha quedado, de eso mismo, voz de curita de mano blanda y labio temblón. Pero lo de Iglesias nunca fue democracia.

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