Jordi Pujol no se quiere morir así, dejando en la memoria colectiva una estela de corrupción sistematizada en la administración pública de Cataluña y el enriquecimiento privado a lo largo de sus muchos años de poder. Y tampoco se quiere morir contemplando cómo su amada tierra se consume internamente en todos los órdenes: político, económico, institucional y social mientras camina sin pausa hacia el fracaso y el hundimiento del que fue su proyecto más querido.

Siempre hay que escuchar a Pujol porque sigue teniendo una mente lúcida y un sentido práctico del que carecen absolutamente sus fanatizados e incompetentes sucesores. Pero hay que decir que no deja de hacer trampas en esta confesión auto exculpatoria en forma de larga entrevista.

Dice el ex presidente de la Generalitat que él abandonó el gobierno catalán abogando "por el fortalecimiento de la identidad catalana pero siempre aportando estabilidad a España". Bueno, eso es muy dudoso por varios motivos. Para empezar, desde 2001 en que nombró a Artur Mas como conseller en cap y su sucesor político, Jordi Pujol no movió un dedo para desmontar la trama de corrupción generalizada que los gobiernos presididos por él llevaban décadas ocultando para el enriquecimiento de su partido y también para el de su propia familia.

Pujol también permitió en absoluto silencio, y probablemente alentó, que Mas pusiera sobre la mesa del gobierno de Mariano Rajoy el órdago que ha desembocado en la situación que ahora padecemos: o me aceptas una fórmula de concierto económico como tienen en el País Vasco o atente a las consecuencias.

Y a partir de ahí todos los miembros relevantes de su partido, Convergencia Democrática de Cataluña, trabajaron sin descanso para promover el crecimiento del sentimiento independentista  en Cataluña, que en los primeros años de este siglo no compartía ni el 20% de la población y que ahora alcanza más del 40%.

Esto se hizo mientras él miraba, esperando a ver si se lograba algún resultado. Nunca se movió para reponer a su gente en posiciones que se parecieran remotamente a la aportación a la "estabilidad de España" de la que ahora habla. Y eso a pesar de que en aquellos años la autoridad de Jordi Pujol política y moralmente hablando era infinita en Cataluña. Pero no dijo nada y, al contrario, dejó hacer a la espera de resultados mejores.

Ahora, cuando se da cuenta de que el independentismo no es fuerza suficientemente fuerte como para conseguir la independencia, es cuando apela al diálogo"

Y ahora, cuando se da cuenta de algo obvio como es que "se ha comprobado que el independentismo no es suficientemente fuerte como para conseguir la independencia de Cataluña", es cuando se decide a apelar al diálogo. Pero no es por la convicción de que la independencia no sea lo deseable, sino por la constatación de que no es posible. Así lo deja ver en su declaración.

Por eso, con un sentido práctico del que, como digo, carecen en términos absolutos su sucesores en el poder, aboga por una autonomía ampliada. Dice que habría que retroceder hasta el punto en que las cosas se torcieron, que a su juicio es la sentencia del Tribunal Constitucional. Y pretende rescatar el texto del Estatuto que fue aprobado por el parlamento catalán de septiembre de 2005. "En ningún caso podría quedar por debajo", sugiere.

Pero aquí hay trampa. Diré antes que nada que yo estaba allí aquella noche del 29 de septiembre cuando, al filo de que se acabara el plazo, se cerraron las últimas y dramáticas negociaciones entre CiU y el PSC. Y también estaba en el Parlament Jordi Pujol, con quien yo mantenía por entonces una relación muy cordial.

Hablamos inmediatamente después de que se anunciara el acuerdo final. Yo, escandalizada porque aquel Estatut que se acababa de aprobar tenía en realidad las hechuras de una Constitución de un Estado soberano, le dije: "Presidente, ¿pero qué es esto?". Y me contestó: "Esto es un bodrio".

Esa era su opinión entonces. Ahora se ve que ha cambiado de parecer o quizá solamente sea que ha comprendido que, puesto que la independencia no es posible, vamos a descender un par de peldaños y quedémonos con el Estatut original que nos llevará a un estado muy similar a la independencia.    

Porque lo que hizo el Tribunal Constitucional en aquella sentencia, es verdad que con un retraso imperdonable, fue simplemente intentar encajar en los límites de la Constitución un texto que la desbordaba por todas partes. E hizo el esfuerzo de sugerir unas determinadas interpretaciones de numerosos artículos para afirmar que, entendidos de esa forma, era posible darlos por buenos. Fue una sentencia escandalosamente tardía habida cuenta de la trascendencia política del recurso planteado por el PP -cuatro largos años hubo que esperar hasta la sentencia- pero fue un trabajo pulcro y ponderado.

El truco viene ahora. Ya se ha sugerido varias veces desde el Gobierno que se podría abordar la redacción de un nuevo estatuto para Cataluña, texto que los electores catalanes tendrían que aprobar en referéndum como manda la Constitución en su artículo 151. 

Con esa propuesta, a la que ahora se suma también Pujol rescatando el contenido de aquel Estatuto plenamente soberanista, se matarían dos pájaros de un tiro: se le cedería a Cataluña un estatus de nación soberana a un paso de la independencia pero todavía dentro de España -es un decir-, que es exactamente lo que dibujaba el texto aprobado por el Parlament, y  se celebraría además el tan exigido por los independentistas referéndum de autodeterminación pero disfrazado de constitucionalismo.

No está mal la jugada y no puedo por menos que preguntarme si esta entrevista-río concedida ahora por Jordi Pujol no está acordada con el Gobierno para abrir una vía que evite llevar a todos ellos, a los de un lado y a los de otro, al desastre más absoluto dado que ambas partes están encalladas en el arenal de lo imposible y lo saben.

Pujol defiende, naturalmente, que quienes asaltaron la Constitución y trataron de reventar la soberanía nacional sean indultados, pero no consta que sustente esa afirmación en argumento alguno que no sea el de la necesidad de mejorar el clima político, algo necesario para que "Cataluña, que ahora es un casa desordenada y con peligro de ser hipotecada en malas condiciones" salga del embrollo en el que está metida. Por eso aconseja que el "Estado Mayor" del independentismo ordene una discreta retirada de lo que él llama "alguna posición muy avanzada", pero sin pasarse de rectificación.

En definitiva el líder carismático del nacionalismo catalán reconoce la derrota de la apuesta independentista y propone no la retirada sino la reagrupación fuerzas para atacar, pero no de frente porque ya se ha comprobado que no se dispone de la suficiente potencia para ganar la batalla, sino por un flanco lateral que contaría incluso con la ayuda del adversario, que en este caso sería el Gobierno de Pedro Sánchez.

Este es el esquema que Pujol dice aquí que resolvería el conflicto con el resto de España. Y este es el truco que pretende él, y puede que alguien más, que la población le compre. Pero sería una trampa porque, insisto, el texto salido del parlamento catalán y aún el salido del posterior "cepillado" en el Congreso de los Diputados no era encajable de ninguna manera dentro de nuestra Constitución.

Por lo que se refiere a la corrupción personal, sus declaraciones son inevitablemente exculpatorias. Pero a estas alturas, con todo el historial de las andanzas de la familia por los caminos oscuros de la malversación y el blanqueo expuestos ya a la vista de todos, no tiene ningún sentido y no merece la pena polemizar con el anciano ex presidente de la Generalitat. La Historia le juzgará aunque la sociedad y la Justicia ya le han juzgado.

Aconsejo a los interesados la lectura detenida del contenido de las confesiones últimas de Jordi Pujol a Vicenç Villatoro porque en ellas encontraremos, estoy segura, muchas de las claves para analizar no el pasado sino el rabioso presente y creo que también el futuro más próximo.

Jordi Pujol no se quiere morir así, dejando en la memoria colectiva una estela de corrupción sistematizada en la administración pública de Cataluña y el enriquecimiento privado a lo largo de sus muchos años de poder. Y tampoco se quiere morir contemplando cómo su amada tierra se consume internamente en todos los órdenes: político, económico, institucional y social mientras camina sin pausa hacia el fracaso y el hundimiento del que fue su proyecto más querido.

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