Una vez más, y son incontables a lo largo de la historia, cuando los valores supremos de la democracia liberal y el respeto a los Derechos Humanos parecían haber triunfado, incluso en los estados y en las zonas más refractarias a ellos, la torpeza cortoplacista de las potencias occidentales y en especial de la primera de ellas, los Estados Unidos de América, devuelven las fichas del tablero geopolítico a la casilla de salida. La retirada de las tropas estadounidenses, anunciada de manera desordenada y precipitada por la actual administración norteamericana y la toma de Kabul por los talibanes, ha sumido aquel país, 20 años después de su invasión, de nuevo en el infierno. El grueso de sus 38 millones de habitantes contienen el aliento aterrados mientras la opinión pública internacional asiste, con perplejidad, a la impotencia de la UE y de instituciones como la propia ONU que, más que nunca, se empeñan en demostrar que no son ya más que meras cáscaras burocráticas vacías sin poder ni 'autoritas' real.

En su intervención ante las cámaras, pocas horas después de la caída de Kabul, el actual inquilino de la Casa Blanca, Joe Biden, contribuía a incrementar la perplejidad de la opinión pública mundial al decir que el objetivo de los EEUU en Afganistán nunca fue ni ‘la construcción nacional’ ni ‘crear una democracia unida y centralizada’. Entonces, ¿para qué demonios lo invadieron en octubre de 2001?

¿Son el islam y la democracia occidental incompatibles?

Tras el fracaso de los Estados Unidos y de las ‘potencias’ occidentales involucradas en una cruenta guerra contra los integristas talibanes que -ahora se ve con claridad- no ha servido para nada, una cosa ha quedado muy clara: cualquier intento de exportar una democracia liberal, con nuestros cánones y estructuras políticas, sociales y vitales, a estados cuyos líderes religiosos, políticos y militares aspiran a continuar sumidos en la Edad Media, no vale para nada, salvo que quienes los ocupan sean capaces de convertirlos en lugares seguros y de extirpar de raíz toda la corrupción que anida en sus estructuras tribales y feudales.

Es en este contexto en el que hay que interpretar, que no entender, las ‘dolientes’ excusas de los portavoces de la Casa Blanca cuando, ante las críticas por su chapucera retirada de sus tropas del país centroasiático, arguyen que han gastado cientos de miles de millones de dólares en la formación e instrucción del ejército afgano, así como en dotarles del armamento más moderno y que, después de dos décadas, estaban preparados para defenderse por sí solos. En un país que nunca ha dejado de ser un estado fallido, si la base de la administración es el robo institucionalizado y la corrupción, si no se generan las condiciones mínimas para su desarrollo, en cuanto ‘levantas la bota’, regresa un puñado de asesinos con medios económicos suficientes y vuelve a adueñarse de todo y de todos. 

Una democracia, al estilo de cómo las conocemos, solo puede erigirse sobre un proyecto de país compartido por la gran mayoría de sus ciudadanos. Solo en esto, tal vez, Joe Biden tenga parte de razón: habría que preguntarse cuántos millones de afganos se han sentido concernidos realmente por ello y a cuántos no les ha importado en absoluto o han seguido anclados en el recuerdo de un pasado que, como en cualquier nación del mundo islámico, no concibe la historia como una línea evolutiva sino como un punto fijo, permanente, así que pasen los siglos. Afganistán es y siempre será un país tribal dominado por muchas tribus y miles de culturas y tradiciones. El problema no es hacer de ello una democracia, sino buscar la manera para que todos puedan convivir en línea con los derechos humanos. Como dijo Biden, los americanos no han ido a crear una nación sino a eliminar las bases del terrorismo. La realidad es que no lo han conseguido en absoluto, tenemos una vuelta al pasado…¡a la edad media!

Abandonados a su suerte por el mundo libre

No me cabe duda, en cualquier caso, de que muchos afganos, y sobre todo afganas, van a echar de menos, a partir de ahora, el espejismo que han supuesto estas dos décadas en las que las mujeres han podido estudiar, trabajar como sanitarias o profesoras, y gozar de unos mínimos estándares de libertad, casi al estilo occidental. Ahora los talibanes irán a por ellas, casa por casa, como ya se está viendo. No deja de ser una terrorífica ironía criminal el que asistamos estos días a declaraciones en las que se comprometen a respetarlas, siempre ‘dentro de los estrictos límites de la ley islámica’. Un sarcasmo al que hay que unir una cierta corriente, a la que tampoco está siendo ajena la administración norteamericana, de ‘blanqueamiento’ del nuevo régimen, que presenta a estos modernos talibanes con un aire ‘2.0’, alejados del radicalismo criminal de los que lucharon en la década de los años ochenta contra los soviéticos. 

La desoladora conclusión es que les habíamos prometido, diga lo que diga Joe Biden, e incluso hecho creer que tenían un futuro en paz y en libertad, con unos estándares de igualdad y de oportunidades lo más semejantes posibles a los del mundo desarrollado. Y ahora les hemos condenado a correr con sus familias hacia el aeropuerto y agolparse a miles, solo con lo puesto, esperando con desesperación que los marines norteamericanos o un avión español o francés les saque se su país. ¡Malditas sean las promesas políticas incumplidas, que condenan a los pueblos al caos y a la miseria!... ¡O a una muerte segura!

La retirada de las tropas norteamericanas tiene también una lectura importante también en clave de una redefinición de las relaciones trasatlánticas: los aliados europeos deben tomar conciencia, de una vez, de que los Estados Unidos ya no están dispuestos a continuar siendo ni un minuto más ese gran ‘gendarme del mundo libre’ y de que Europa tiene que aprender a valerse por sí misma. O eso, o la irrelevancia en pocas décadas. 

¿Y en España, qué…?

En mi opinión, España y su gobierno han estado a la altura. Lo digo con rotundidad y sin ningún género de dudas. 

Frente a las críticas contra una supuesta inacción del Ejecutivo que preside Pedro Sánchez, algunas de ellas manifestadas de forma especialmente sañuda e hiriente, nuestro país ha repatriado ya a la práctica totalidad de su personal diplomático, así como a un centenar y medio de afganos y a sus familiares, que habían colaborado con nuestra embajada durante estos años, mientras que países como Alemania apenas han sido capaces de sacar del avispero a siete y otros como Suecia y Holanda, directamente, les han dejado tirados en la estacada como si fueran perros.

Esos son los hechos y lo demás, comentarios sobre vestuario presidencial incluidos, meras críticas interesadas que no pasan de ser malos chistes, sin gracia, ante el drama real que se cierne sobre aquel país, ya en abierta situación de preguerra civil. La titular de Defensa, Margarita Robles, lo expresaba en una certera frase: "Apenas hemos dormido estos días". Me hubiera gustado ver en la misma situación que nuestros responsables gubernamentales a tanto patriotero de hojalata, tan suelto de lengua como carente de experiencia real en gestión y resolución de crisis, no ya internacionales sino tan siquiera de su propia comunidad de vecinos. 

España tiene ahora, así lo ha destacado certeramente su titular de Exteriores, José Manuel Albares, la oportunidad de centralizar el grueso de la operación de repatriación de los refugiados afganos y convertirse, desde la excelentemente organizada base aérea de Torrejón de Ardoz, en la puerta de entrada a Europa de estas personas que huyendo del fanatismo criminal buscan rehacer sus vidas en condiciones de seguridad, paz y libertad. ¡Qué bueno sería que la oposición parlamentaria en España demostrase un aceptable sentido de Estado y colaborase, de manera franca y leal, con su gobierno! Las miradas anhelantes y aún temerosas de esas decenas de críos, hijos de afganos que han servido ejemplarmente en las embajadas occidentales durante todos estos años, y sobre todo la memoria de miles de civiles y militares -un centenar de ellos españoles- que se han dejado la vida en aquellas inhóspitas tierras, en apariencia para nada, bien lo merecen.

Una vez más, y son incontables a lo largo de la historia, cuando los valores supremos de la democracia liberal y el respeto a los Derechos Humanos parecían haber triunfado, incluso en los estados y en las zonas más refractarias a ellos, la torpeza cortoplacista de las potencias occidentales y en especial de la primera de ellas, los Estados Unidos de América, devuelven las fichas del tablero geopolítico a la casilla de salida. La retirada de las tropas estadounidenses, anunciada de manera desordenada y precipitada por la actual administración norteamericana y la toma de Kabul por los talibanes, ha sumido aquel país, 20 años después de su invasión, de nuevo en el infierno. El grueso de sus 38 millones de habitantes contienen el aliento aterrados mientras la opinión pública internacional asiste, con perplejidad, a la impotencia de la UE y de instituciones como la propia ONU que, más que nunca, se empeñan en demostrar que no son ya más que meras cáscaras burocráticas vacías sin poder ni 'autoritas' real.

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