Resulta paradójico que precisamente el más morigerado de los Rolling Stones haya sido el primero en sucumbir –Brian Jones al margen– al imperativo biológico.

Cuando aparecía junto a sus compañeros, Charlie Watts tenía el aspecto del contable elegante y socarrón que llegaba para pagar las cuentas y los vicios de los demás.

Mi primer recuerdo propio, no heredado, adulto de los Stones sintoniza con Bridges to Babylon. Con el vídeo del primer sencillo de aquel discutido álbum de 1997, Anybody Seen my Baby, en el que una primeriza Angelina Jolie huye en lencería por las calles de Nueva York de un Jagger coladito por sus huesos. Ronnie Wood ejerce de maestro de ceremonias de un espectáculo de burlesque. Keith Richards, siempre aficionado a las alturas, se marca unos riffs encaramado a una de las gárgolas del Edificio Chrysler. ¿Y Watts? Charlie sale sentado en un sofá o simplemente tocando impasible la batería en los momentos estelares de su instrumento.

La presentación de la gira de Bridges to Babylon tuvo lugar en agosto de 1997 bajo el puente de Brooklyn, con el skyline todavía intacto del bajo Manhattan como fondo de excepción. Los miembros de la banda aparecieron en un hermoso Cadillac rojo descapotable, después de cruzar el puente con Jagger al volante. Fue uno de esos acontecimientos globales del rock, de cuando no había redes sociales ni 5G, retransmitido en directo y vía satélite a todo el mundo, y profusamente recogido en la prensa del día siguiente; en los entonces bien nutridos, incluso en agosto, diarios de papel.

Los Stones llegaron y se sometieron a una conferencia de prensa relámpago. Jagger llevando, nunca mejor dicho, la voz cantante, Wood de comparsa simpática fumando un cigarrillo, y Richards apoyado la mayor parte del tiempo en una elegante columna humana en contraposto, en el único miembro de la banda desacomplejadamente canoso y ataviado con un bonito traje cruzado azul violáceo, un señor llamado Charlie Watts.

El cuidadoso reparto de papeles, decantación de muchos años de convivencia y de un elaborado relato publicitario, ha sido un ingrediente importante del éxito de los Stones. Dos temperamentos dominantes en abierta y recurrente tensión, Jagger y Richards, compensados por detrás, en el Cadillac y el escenario, por dos figuras atemperantes, el relajado Wood y el imperturbable Watts.

Pero más allá del artefacto iconológico, Watts no hacía sino cumplir con el arquetipo del batería. Alguien que está literalmente en segundo plano. Que, salvo ruidosas excepciones como el lunático y malogrado Keith Moon de Los Who, da poco la lata aunque no puede faltar, porque sin ritmo no hay fiesta.

El baterista suele tener vocación de servicio. Y por ello es el miembro de la banda más expuesto a ser reemplazado, sustituido, sacrificado. Siempre habrá un mercenario virtuoso al que recurrir, un Steve Ferrone que lo mismo toca para Laura Pausini que para Chaka Khan o se convierte por más de 20 años en el titular de Tom Petty and the Heartbreakers.

Hay músicos que desafían ese papel subsidiario del batería dando un paso adelante y asumiendo los galones del frontman. Cuando Peter Gabriel abandonó Genesis, Phil Collins emergió, con su singular voz y su talento melódico, como un solista inevitable de los 80. Cumplido el luto por la muerte de Cobain, Dave Grohl fue más allá de las baquetas de Nirvana, superó el rechazo que le producía su propia voz y se puso al frente de Foo Fighters. Precisamente Grohl, uno de los músicos más polivalentes de su generación, ha acompañado a Mick Jagger en Eazy Sleazy, su estupenda canción pandémica, tocando, nada menos, que el bajo, la guitarra y la batería.

Charlie Watts, sin embargo, no tuvo que pasar al asiento delantero del Cadillac para hacerse imprescindible. Desde atrás fortaleció a los Stones y aprovechó la libertad del secundario para desarrollar sus proyectos paralelos, emulando a sus predilectos del jazz Max Roach, Philly Joe Jones o, este sí todo un líder, Art Blakey. Inevitable sentir admiración por su prudente sabiduría. Simpatía por el baterista.