La RAE ha presentado las nuevas incorporaciones de su diccionario, que uno imagina que se deciden en una especie de Juicio Final de Doré con Reverte haciendo de arcángel con espada o abrecartas. Las ha presentado Paz Battaner con un poco de susto, como si una dama victoriana presentara una bombilla. Battaner hasta se atrancó con “geolocalización” y parecía esos abuelos que se atrancan con Alexa. En realidad la RAE llega siempre tarde a las palabras, como si las trajera un correo del zar, y todas, hasta las más nuevas, le suenan a gramófono y a susto de primer gramófono. Cachopo, pifostio o poliamor sonaban igual, a académico dándoselas de cheli, porque no hay manera de que un académico quede académico trayendo palabras de la calle como si trajera a una florista. A veces, incluso, las palabras llegan ya pasadas de moda, o llegan ellos pasados de modernos y se les queda un bluyín ahí, como un tatuaje vergonzante de una noche loca de académico. 

La RAE no es, como a veces se cree, una fábrica de palabras, sino más bien un perchero de palabras. Hasta los académicos tienen algo de perchero y guardan una sagrada jerarquía de percheros, como le explicaba una vez Arturo Pérez Reverte a Pablo Motos. Hay percheros para palabras nuevas y para palabras viejas, como hay percheros para académicos nuevos y para académicos muertos. Yo creo que allí se puede matar una palabra, o se puede matar un académico, equivocándote de perchero. O al revés, se puede hacer de una palabra chorra o de un escritor chorra una cosa gloriosa, sin más que colocarlos en un perchero cornúpeta de torero o de húsar. La RAE no inventa ni legisla las palabras ni sus usos, sólo los registra. Aun así, toda la RAE huele a sombrerería de palabras, a fieltro a la sombra, a braguero en el cajón y a maniquí de esgrima con corazón de acerico para el florete. O sea que la calle crea pero la RAE sigue eligiendo palabras para sus percheros con un gusto como de moda de gorras de Sherlock Holmes.

La calle crea pero la RAE sigue eligiendo palabras para sus percheros con un gusto como de moda de gorras de Sherlock Holmes

Cachopo, resulta que el cachopo asturiano no estaba todavía en el canon. Estaba bluyín pero no estaba cachopo, que no sé qué razón lexicográfica habrá para eso, pero cualquiera diría que en esos percheros de la RAE, de un castellanismo oxoniense, hay cosas que pegan y que no pegan, que entran y que no entran. El cachopo ha entrado con mucho trabajo, como una gran vaca por esos salones que sólo admiten la vaca en cuero, en lomo de colección de Dickens o en sillón de orejas de color coñac. Sin embargo, “nueva normalidad”, que es una cosa que se inventaron en la Moncloa, que sólo utilizan los políticos y los periodistas obligados a hablar de los políticos, ha llegado a la gloria como con recomendación, como cuando te recomendaba el cura del pueblo con su caligrafía y su lenguaje de carta a los corintios.

Uno supone que debe de haber verdaderas razones científicas, de una ciencia de letras al menos, para ir llenando y vaciando ese diccionario. Pero luego uno piensa en el esnobismo académico, en el bizantinismo académico, en la superstición académica, como la de esos percheros que se heredan de los académicos emparedados allí. Piensa uno en el frikismo académico, como en aquella película de Gary Cooper (o su adaptación musical con Danny Kaye), aquellos enciclopedistas de sotanillo o sotabanco, aislados del mundo o viviendo en un mundo de alegorías con pergaminos. Piensa uno en el escalafonismo académico, que lo mismo las palabras tienen que venir recomendadas como los propios aspirantes a académicos. Incluso piensa uno en la moda académica, que es una moda como de sala de mapas, con orbe de madera, farol de castillo de popa, tortuga disecada y reloj atrasado a una hora de Phileas Fogg. Y, claro, lo que queda con todo esto es una especie de caos negociado entre la erudición, la iluminación, el postureo, la telaraña y la severa autoridad del carillón.

Yo creo que hay más de teología que de ciencia en esto que hace la RAE, aunque quizá es porque soy de ciencias. O sea que las palabras, las ortografías y las gramáticas son como almas que esperan una salvación o una santidad un poco arbitrarias y mercadeadas, y el diccionario una especie de santoral con el rastro de mano gorda y anillo gordo de muchos papas, siglos, dogmas y cismas. Como en la Iglesia, te puedes encontrar un cura en vaqueros, que a lo mejor puede ser Reverte, o Mingote, o te puedes encontrar una momia todavía en su abrigo, en su tonel de amontillado o en su trono de mayúscula esfíngida. Hasta te puedes encontrar una filóloga y lexicógrafa que no puede pronunciar “geolocalización” no por nada, sino porque nunca ha usado la palabra, que es como si nunca hubiera usado el mundo. Todo esto es lo que puede justificar que el criminal bluyín tenga una hornacina en el diccionario, como esos huecos que se hacen en algunos libros para guardar una pistolita; o que esté el solo solo solo, sin su tilde, después de toda una vida con ella como toda una vida con cojera.

En el santoral, en el diccionario, en el perchero con volutas de viola o de ataúd, en la sombrerería de sombras, en la panoplia de pinchos y palabros, están ya cachopo, cisgénero, top manta, hacer la cobra, obispa, webinario... A uno le sigue pareciendo este trabajo del académico un trabajo que está entre el azar y la arqueología, entre el vaticanismo y el crucigrama, entre el mundo y el ajedrez de jaspe. Tiene algo de ser ministro de la propia miopía, ahora que se nos va Manuel Castells; tiene algo de lobo de mar que lee y talla en madera y tiene algo de médico antiguo con jeringas de Cajal y muebles de sacristán. Ahí está el diccionario, con sus nuevas palabras como mariposas recién pinchadas. Pero, sobre todo, todavía están por ahí fuera las demás, que se siguen pudiendo coger al vuelo. Cojan ustedes más palabras y cosas al vuelo, que los académicos tampoco son ahora el señor guardia, aunque hay a quien le acojona Reverte con espadín de Quevedo, con novela de ese espadín o con mecanografía que suena como el cerrojo de un AK-47.

La RAE ha presentado las nuevas incorporaciones de su diccionario, que uno imagina que se deciden en una especie de Juicio Final de Doré con Reverte haciendo de arcángel con espada o abrecartas. Las ha presentado Paz Battaner con un poco de susto, como si una dama victoriana presentara una bombilla. Battaner hasta se atrancó con “geolocalización” y parecía esos abuelos que se atrancan con Alexa. En realidad la RAE llega siempre tarde a las palabras, como si las trajera un correo del zar, y todas, hasta las más nuevas, le suenan a gramófono y a susto de primer gramófono. Cachopo, pifostio o poliamor sonaban igual, a académico dándoselas de cheli, porque no hay manera de que un académico quede académico trayendo palabras de la calle como si trajera a una florista. A veces, incluso, las palabras llegan ya pasadas de moda, o llegan ellos pasados de modernos y se les queda un bluyín ahí, como un tatuaje vergonzante de una noche loca de académico. 

Contenido Exclusivo para suscriptores

Para poder acceder a este y otros contenidos debes ser suscriptor.

¿Ya estás suscrito? Identifícate aquí