El Congreso, cajita de huesos y vanidades, es a la vez un teatro y un ataúd, como el Coliseo. Triunfar y morir allí puede estar separado sólo por un suspiro, por una sombra, por un pinchazo enjoyado y preciso, más de broche de túnica que de puñal. Aquí enterramos muy bien, ya lo dijo Rubalcaba, que él mismo posó muerto en el Salón de Pasos Perdidos, dejando que los oros revirados, estallados y reflejados del sitio le barnizaran de glorias babilónicas y exageradas la memoria y el ataúd. A Casado, muerto en vida, muerto en flor, muerto con la muerte romántica y pálida de los violinistas suicidas, había que enterrarlo muy españolamente, en armón de infante o en calesa de torero, y qué sitio mejor que el Congreso, más el 23-F, cuando está hecho todo una copa ceremonial de cenizas. Así que allí le hicieron la misa al muerto, de cuerpo presente y traje de embajador muerto, con los escaños llenos de patricios con daga, viudas de cartilla de ahorros y enemigos con coronita de flores de floristería de San Valentín.

Yo creo que el mismo Casado deseaba ya verse en su propio entierro, que dicen que eso es una fantasía bastante común. Quiero decir que él sabía que ya nadie le iba a aplaudir ni a escoltar con faroles a menos que estuviera así, muerto como un caballero muerto, con la gorguera de piedra de todo el Hemiciclo y la eterna promesa de ser inofensivo. No hay nada como ser inofensivo para llamar a la cortesía y a la generosidad, pero los muertos suelen agradecer ese último cumplido, que consideran un homenaje hacia ellos cuando sólo es condescendencia de los enterradores. Casado no se ha despedido en una rueda de prensa, dando explicaciones, defendiéndose aún o incluso pidiendo perdón por haber sido tan torpe, tan ciego o tan miedoso. Ha preferido hacer un discurso hollywoodiense, de club de los poetas muertos, y un entierro de marine, con telones de banderas, puestas de sol de cornetas y disparos de botones de plata.

En el Congreso, donde las bellas alegorías se apiñan sobre los órdenes griegos pero sólo hay sitio para la grandeza en estos días de entierro, claro que le dejaron a Casado sacar la lira, claro que lo aplaudieron con cadencia de tenor y claro que se volvieron caballeros los enemigos. Hay en los entierros algo que nos dice que no es la ceremonia del muerto, sino un poco la ceremonia de todos, así que la gente se vuelve respetuosa e indulgente, que es una manera de ser respetuoso e indulgente con uno mismo, con su futuro manriqueño en la política o en la vida.

A Casado, tan solo estos días, no lo quisieron dejar solo en el postrer momento ni los que lo han abandonado, y entró acompañado por Ana Pastor y Cuca Gamarra, que tenían algo de esfinges, de alguaciles o de enfermeras de sanatorio, algo de escolta de los condenados y algo de ángeles de panteón. En la salida, lo acompañó Montesinos como la Magdalena. Queremos ver en estos y otros gestos algo de lealtad última e inútil, pero también me acuerdo de lo que decía Umbral, que al entierro se va sobre todo a matar al muerto, a asegurarse de que está muerto, y uno aún veía en toda esta ceremonia cierto miedo a que el muerto al final se escapara vivo.

Diría que Casado era brillante e industrioso y hablaba como nadie sin papeles, igual que un evangelista, todo a juego con su leve presencia de mormón

El contenido de la intervención de Casado no cree uno que tenga mucha importancia, que al fin y al cabo estaba haciéndose el epitafio, encalándose la frente para el sol de los domingos eternos y ahuecando las flores como la única melena que le quedará. Aun así, resultó chocante oírle decir que él entiende la política desde “el respeto a los adversarios y la entrega a los compañeros”. Es precisamente por deslealtad a una compañera, por conspirar contra Ayuso usando sospechas y prospecciones malintencionadas, que lo tenemos así, en esa barcarola del incienso y de los aplausos sordos, como con crespón. Pero considerémoslo una licencia poética de muerto, la última coquetería como la última corbata.

Casado se despidió en el Congreso, se enterró en el Congreso bajo una pirámide de relojes con angelote o una mesa de pata de león. Se fue allí a recibir el último aplauso apalomado, la última despedida vikinga, el último taconazo de los fieles y de los enemigos, porque ni la política del odio se resiste al sentimentalismo cuando viene tan rendido el muerto. Ir al Congreso, con su forro de ataúd y de gloria, como el tapizado de un sillón luisino; ir allí y dejar una carta para los dioses en vez de una aclaración para los votantes, eso no era lo más difícil, sino lo más fácil. Lo difícil, lo duro, hubiera sido dar una explicación o reconocer la culpa, no pronunciar ese discurso de cadete muerto con coda de pífanos y coro de troyanos, con el que hasta Sánchez parecía elegante.

Algunos señalan que ha habido ensañamiento, acoso, persecución, que Casado no se merecía esto, este morir de romance, esta saña shakesperiana o telecinquista. Dicen también que es buena persona, que es lo que se dice de quien no hay mucho más que decir. Pero yo aún diría más, diría que Casado era brillante e industrioso y hablaba como nadie sin papeles, igual que un evangelista, todo a juego con su leve presencia de mormón. Por eso es más incomprensible y dolorosa la manera en la que ha echado a perder su futuro y, en el camino, casi se carga a su partido.

A Casado también lo hemos enterrado bien, aunque no sé si como un torero, un poeta, un estadista o sólo como un pajarito, ahí en la lata de galletas de la abuela que parece el Congreso. En realidad, en Madrid es el Teatro Real el que tiene forma inquietante pero exacta de ataúd, quizá para que caigan directamente en la caja de galletas sus cisnes, payasos, doncellas irlandesas, reinas de Cartago, bohemios y welsungos. En el Congreso también se muere entre aplausos, también se canta con puñal en el vientre y también se saluda después de muerto con sangre de fleco y flores en la boca. Pero sus fantasmas duran más por los corredores y su maldición dura más en los anillos.

El Congreso, cajita de huesos y vanidades, es a la vez un teatro y un ataúd, como el Coliseo. Triunfar y morir allí puede estar separado sólo por un suspiro, por una sombra, por un pinchazo enjoyado y preciso, más de broche de túnica que de puñal. Aquí enterramos muy bien, ya lo dijo Rubalcaba, que él mismo posó muerto en el Salón de Pasos Perdidos, dejando que los oros revirados, estallados y reflejados del sitio le barnizaran de glorias babilónicas y exageradas la memoria y el ataúd. A Casado, muerto en vida, muerto en flor, muerto con la muerte romántica y pálida de los violinistas suicidas, había que enterrarlo muy españolamente, en armón de infante o en calesa de torero, y qué sitio mejor que el Congreso, más el 23-F, cuando está hecho todo una copa ceremonial de cenizas. Así que allí le hicieron la misa al muerto, de cuerpo presente y traje de embajador muerto, con los escaños llenos de patricios con daga, viudas de cartilla de ahorros y enemigos con coronita de flores de floristería de San Valentín.

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