Se cumplen 10 años de aquel elefante de Botsuana, abatido como una pieza del paleolítico, 10 años en los que el elefante se ha hecho rey de los republicanos y el rey emérito se ha hecho alfombra de piel de elefante. Creíamos que teníamos un rey de la Transición y entonces nos enteramos de que teníamos un rey de documental caníbal, un aventurero de mosquitera y un ligón de Mogambo. O teníamos todo eso a la vez, así que a los juancarlistas se les desmitificó el rey manuelino, siempre un poco como portugués, con su iberismo melancólico, y los republicanos empezaron a confundir la república con la caza mayor del elefante real, como una caza de bosquimanos, para alimentarse o para hacerse taburetes con las patas. Los republicanos se enfurecen aún más que los monárquicos cuando los reyes no son virtuosos y ejemplares, y eso es otra de las muchas cosas que hemos aprendido gracias al elefante, que ya se ha convertido en una nube en el cielo, como en los dibujitos, más que en un trono de huesos.

La monarquía española ya no es la misma desde aquel elefante, que yo no sé si don Juan Carlos fue a por el elefante o el elefante fue a por la monarquía española, como un elefante de Jerjes con todos sus timbales, lanzas y cenefas. El elefante nos sacó de la inocencia juancarlista a trompazos, porque un rey que parecía vivir entre portalitos de Belén, bandas de música, cerámica talaverana del 23-F y facistoles con la Constitución iluminada como por toda la catedral de Colonia; ese rey de cuadro de Colegio de Notarios, de helicóptero de Rodríguez de la Fuente y de cocido madrileño, en fin, se nos aparecía no ya como un vividor cruel sino como un hortera, como esos horteras que disecan animales o los convierten en perchero. O sea, se nos aparecía como un particular. Y esto es fundamental, porque en una monarquía constitucional el rey no tiene por qué ser ejemplar, pero, eso sí, tampoco debería ser intocable. 

El elefante aún se nos aparece, en su nube africana o en su trono de catarata, para intentar enseñarnos la próxima lección: que en la democracia, tan humana, cabe el error pero no la impunidad

El rey Juan Carlos, antes de Botsuana, sólo tenía aquella mitología del Elefante Blanco del 23-F (el animal ya se le anunciaba como un espectro o como un tótem, en reflejos, sueños y bebedizos), más alguna leyenda que lo ponía de motero solitario, de radioaficionado de incógnito o meando a tu lado en cualquier sarao, diciendo eso de “picha española no mea sola” (al menos una persona a quien respeto y admiro me ha contado la vieja historia como cierta). Bueno, estaba eso y los cotilleos sobre las amantes, amantes casi funcionariales, con su póliza y su título orlado con firma real, como si en vez de ligarse al rey se hubieran sacado las oposiciones a Correos o una cátedra de Derecho Romano. Pero, ya digo, eso se quedaba en leyenda, en cotilleo, en chiste. Pero lo del elefante no había manera de negarlo o embozarlo, el rey pidió perdón y, claro, el personal se dio cuenta de que eso no bastaba. Y sigue sin bastar ahora, cuando además del elefante le conocemos negocios feos y señoras con leopardo, y lo vemos esconderse como detrás de bidés de oro de jeque.

Don Juan Carlos, campechano e isabelón, mató a aquel elefante, aquel animal icónico de la sabiduría, de la belleza o de la inocencia, como si matara a un unicornio o a un cisne, el cisne de Parsifal quizá. Parsifal se presenta matando a un cisne por diversión, pero ese acto precisamente es necesario para que pase de “loco inocente” a héroe wagneriano y cargante. Parsifal no es aquí don Juan Carlos, que no creo que cambie ahora, ya pellejo, y lo mismo sigue matando cisnes o elefantes, o comiendo sesos de mono, o colgando a señoritas de las lianas, allí en el salvajismo total del oasis de su impunidad. Más bien la transformación sería la de la monarquía española, que tampoco es que tenga que convertirse en un héroe plúmbeo, pesado como una tuba wagneriana. La Corona, simplemente, debe pasar de un personalismo todavía un poco mágico, el del Mesías de la Transición, el del San José de los portalitos o el del arcángel de la Brunete, a una monarquía totalmente civilizada, es decir pregonera, ornamental, pedagógica, pero no en lo moral sino sólo en lo constitucional. El elefante de Botsuana caía como esos tapires de Kubrick en 2001, golpeado por el arma primigenia que no es el hueso ni el rifle sino la voluntad pura de matar. Aquel elefante es ahora como el Islero de todos esos monárquicos manoletinos que aún quedan, y también como el antepasado mono de anís del mono de todos esos republicanos que no saben qué es la res publica (los dos grupos son fetichistas, antes que nada). Pero es algo más. El elefante de Botsuana nos enseñó a un rey que podía ser cruel, antojadizo, ambicioso y hortera como cualquiera, o sea humano, para los que se creían que era o tenía que ser otra cosa, rey de baraja, rey de mesón, rey de cuento, rey de cruzada o hasta rey de caricatura. El elefante aún se nos aparece, en su nube africana o en su trono de catarata, para intentar enseñarnos la próxima lección: que en la democracia, tan humana, cabe el error pero no la impunidad. Aunque eso quizá le lleve otros 10 años.

Se cumplen 10 años de aquel elefante de Botsuana, abatido como una pieza del paleolítico, 10 años en los que el elefante se ha hecho rey de los republicanos y el rey emérito se ha hecho alfombra de piel de elefante. Creíamos que teníamos un rey de la Transición y entonces nos enteramos de que teníamos un rey de documental caníbal, un aventurero de mosquitera y un ligón de Mogambo. O teníamos todo eso a la vez, así que a los juancarlistas se les desmitificó el rey manuelino, siempre un poco como portugués, con su iberismo melancólico, y los republicanos empezaron a confundir la república con la caza mayor del elefante real, como una caza de bosquimanos, para alimentarse o para hacerse taburetes con las patas. Los republicanos se enfurecen aún más que los monárquicos cuando los reyes no son virtuosos y ejemplares, y eso es otra de las muchas cosas que hemos aprendido gracias al elefante, que ya se ha convertido en una nube en el cielo, como en los dibujitos, más que en un trono de huesos.

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