Pedro Sánchez, que ya es como un presidente peñista, ha llamado en Andalucía al “orgullo rojo”, que suena a selección de Naranjito, a mundial de hockey hierba o al pie cojonudo de Nadal, pie que tiene algo de Aquiles y algo de hobbit. Sánchez tira de repertorio radiofónico, de periódico de barbería, de vuelta ciclista, de las dos Españas domingueras que hacen la eterna guerra civil del carrusel deportivo, con pausas para el purito y para la digestión. El tópico no es el último recurso del español, sino el primero. Por eso en estas elecciones Macarena Olona se disfraza de andaluza japonesa, y Teresa Rodríguez se disfraza de muchacha de jarcha, y hasta Moreno Bonilla se disfraza de soso andaluz. Sánchez no es rojo, ni lo es el PSOE, pero recurre al tópico rojales, que viene con estudiantina ante los grises, con película de maquis y hasta con beso felliniano de Ana Belén. Sánchez ya no confía tanto en su carisma y vuelve a la marca, a las cuatro letras que decía Alfonso Guerra que ganaban las elecciones solas, como una palabra mágica.

Pedro Sánchez no es rojo, como no es nada en realidad, pero parece que quiere volver al rojerío de guateque y de despachito laboralista, a la pana, a las coderas, a la trenca, al sindicalista leñador y a la maestra de minifalda con gafa gruesa de bibliotecaria y corva gruesa de lavandera. Todo eso, en fin, que se supone que hacía parapeto contra el señorito andaluz, ese señorito que a veces yo creo que era uno solo, que los socialistas lo tenían guardado en un tonel de amontillado o así y lo sacaban para las fiestas. Lo que ocurre es que, después de casi 40 años, o sea todo un franquismo rojales, los andaluces ya veían que los señoritos eran más bien los socialistas, que el rojerío era un cortijo, y que el sindicalista sólo era un rentista de lo público que hacía leña de lápices. Quiero decir que el rojerío andaluz ya no es siquiera buen símil ni buena motivación, suena más bien a estafa y yo creo que sólo enardece a los que estuvieron en aquel cortijo haciendo de rojo como el que hace de indio en Almería, allá en los buenos tiempos.

Lo que ocurre es que, después de casi 40 años, o sea todo un franquismo rojales, los andaluces ya veían que los señoritos eran más bien los socialistas, que el rojerío era un cortijo, y que el sindicalista sólo era un rentista de lo público"

Sánchez habla de “orgullo rojo” y me doy cuenta de que es más una cosa china que andaluza. La Junta socialista era precisamente eso, una especie de imperio chino de la pobreza con grandes alardes, extensiones, burocracias, coreografías y porcelanas de lo andaluz. Pocas cosas ha visto uno más conservadoras, estáticas, fulleras, bandidas y cobardes que ese PSOE piramidal que se había formado a lo largo de las décadas y que iba de los enchufados de polideportivo municipal a los mismísimos ERE. La función de la pirámide era mantenerse a sí misma, lo que no era muy difícil porque tenía una amplia base de andaluces hambreando, andaluceando y, claro, rojeando.

Lo que le decía el PSOE al andaluz era lo que ha dicho ahora Juan Espadas, que había que votarlos para “no volver a los tiempos oscuros”. Pero los tiempos oscuros fueron ellos, más que nada porque en Andalucía apenas queda ya memoria más allá de los gobiernos socialistas, esos 40 años tras los que Susana Díaz ya parecía doña Carmen Polo de Franco.

Sánchez enarbola ese rojerío pesado, como de su pana empapada, y Juan Espadas enarbola los años oscuros o de Maricastaña, y hasta ha dicho eso del “blanco y negro”, que por lo visto es una cosa de la derecha, más o menos igual que el luto de Viernes Santo, como si en tiempos de Azaña hubiera tele en color. Yo creo que es un recurso pobre, de fondo de armario como decía yo el otro día, de pura desesperación cromática, de no tener otra cosa que ponerse que la camiseta fucsia de Ibiza que tiene todo el mundo. La verdad es que cuando el personal oye lo del rojerío supongo que más bien se imaginarán a los socios de Sánchez, en su labor a dos manos de desmantelamiento y atraco a la democracia, y en sus locuras identitarias o tribales. Y aunque Espadas insista en lo de los tiempos oscuros, el andaluz recuerda mejor los de Chaves, al menos el andaluz que no conoció la máquina de coser a pedal.

Sánchez y Espadas tiran de lo que hay, que no es mucho, un poco de literatura de cordel y otro poco de épica miliciana, un poco del Marca y otro poco del dóberman. Pero lo que pasa en Andalucía es que llegó la derecha y no salió el señorito del tonel de amontillado para mandar como un rey momia, ni para volver a escoger a los braceros con gorra en el pecho por plazas con borriquillos y cruces de mayo. La cosa, en realidad, iba hasta mejor, que tampoco era tan difícil, claro. Además, nadie confundiría a Moreno Bonilla con un señorito, si acaso con un azafato de Tío Pepe. Juan Espadas tira de misal y de miedo, como el señor cura, y Sánchez, eso sí, ya no puede tirar de él mismo, sino que tiene que recurrir a la herencia de las cuatro letras, esa herencia en la que él pinta poco, si hacemos caso a lo que opinan de nuestro presidente gente como Alfonso Guerra y Felipe González.

Sánchez va a Andalucía como Manolo el del bombo, con su rojo de vino de porrón, que él cree vivificante, eterno, españolísimo y andalucísimo. El recurso y el porrón resultan de lo más barato, pero uno cree que, sobre todo, es contraproducente. Sánchez ha mostrado muy bien qué es y qué hace el rojerío de verdad, y también qué ocurre cuando un ego desparramado como el suyo se come no sólo un partido, ese partido de las cuatro letras al que ya no conoce, como diría Guerra, ni la madre que lo parió, sino que se come toda la política. Por eso mismo el PSOE se está ahogando en las encuestas y en el tonel de su rojo vino de pasodoble de Marujita Díaz. Sánchez, en fin, al recordarnos el rojerío y el pesoísmo, se está haciendo él mismo la contracampaña, con una alegría como de quiniela de 14. En cuanto a Juan Espadas, aún le teme más a Susana Díaz que a Macarena Olona. El orgullo rojo, la furia socialista, el último camachismo sanchista, ahora sólo es sudor y miedo.

Pedro Sánchez, que ya es como un presidente peñista, ha llamado en Andalucía al “orgullo rojo”, que suena a selección de Naranjito, a mundial de hockey hierba o al pie cojonudo de Nadal, pie que tiene algo de Aquiles y algo de hobbit. Sánchez tira de repertorio radiofónico, de periódico de barbería, de vuelta ciclista, de las dos Españas domingueras que hacen la eterna guerra civil del carrusel deportivo, con pausas para el purito y para la digestión. El tópico no es el último recurso del español, sino el primero. Por eso en estas elecciones Macarena Olona se disfraza de andaluza japonesa, y Teresa Rodríguez se disfraza de muchacha de jarcha, y hasta Moreno Bonilla se disfraza de soso andaluz. Sánchez no es rojo, ni lo es el PSOE, pero recurre al tópico rojales, que viene con estudiantina ante los grises, con película de maquis y hasta con beso felliniano de Ana Belén. Sánchez ya no confía tanto en su carisma y vuelve a la marca, a las cuatro letras que decía Alfonso Guerra que ganaban las elecciones solas, como una palabra mágica.

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