Opinión

Calor y crimen

Imagen de archivo. Europa Press

Meursault, el enigmático protagonista de El extranjero, repite varias veces a lo largo de la novela que “hacía mucho calor”. El relato de Camus se desarrolla en un ambiente asfixiante en el que la sinrazón del crimen y la resignada actitud de su protagonista ante la fatalidad de su destino buscan justificación en las tórridas temperaturas en las que se desenvuelven los hechos. Hacía tanto calor que Meursault mató a un árabe. Una confusa explicación causal que se ilumina en medio del desasosiego que provoca el sinsentido de los actos del protagonista, que llega a ser tan sofocante como el ambiente.

¿Puede el calor extremo ser un detonante de comportamientos violentos?

En la ciudad de Nueva York existen desde hace años evidencias empíricas que demuestran que cuando aumenta la venta de helados aumentan las tasas de homicidios. Este ejemplo resulta útil para entender la diferencia entre dos conceptos que pueden prestarse a cierta confusión, como son la correlación y la causalidad.

Es innegable que existe correlación entre la venta de helados y la tasa de homicidios, pero de ello no se infiere, en principio, que entre el acto comercial y el acto criminal exista una relación de causalidad. El incremento del consumo de helados no provoca, a priori, un incremento de los homicidios y tampoco a la inversa, lo que significa que detrás de la correlación -que es un hecho constatable- no se descubre una relación de causalidad que es, por lo demás, lo que realmente interesa desde el punto de vista de la definición de políticas públicas.

La realidad es mucho más compleja que estos caprichosos emparejamientos estadísticos y, por eso, no es difícil intuir que la relación de causalidad puede existir entre el incremento de los delitos violentos y las altas temperaturas, las cuales, a su vez, mantienen una correlación positiva con el consumo de helados. En un estudio realizado en siete grandes ciudades de Estados Unidos se ha llegado a demostrar que, entre 2007 y 2017, cada incremento de cinco grados Celsius de temperatura podía asociarse a un incremento de entre 4 y 5 por ciento de delitos sexuales violentos en el intervalo de los siguientes ocho días.

Numerosos estudios describen la relación entre crimen violento y altas temperaturas

En días de calor sofocante es oportuno recordar que numerosos estudios describen la relación entre crimen violento y altas temperaturas, cuya explicación principal parece estar en las alteraciones que provocan los días tórridos en la conducta del ser humano. Se trata del efecto “are you looking at me” que inmortalizó Robert de Niro en Taxi Driver, la ira como respuesta al detonante térmico.

El diseño de políticas públicas descansa siempre sobre una cierta teoría de la causalidad social, también en el ámbito de la seguridad ciudadana y la lucha contra la delincuencia. Existen numerosos factores que se relacionan con la comisión de delitos, desde condiciones socioeconómicas hasta el diseño urbano, la iluminación de las calles o las altas temperaturas.

Los poderes públicos incorporan muchos de estos elementos en la planificación y ejecución de su actuación contra la delincuencia, en algunos casos como variables independientes sobre las que no es posible influir sino, a lo sumo, incorporarlas en el diseño de la actuación pública para conseguir una adecuada prevención. En otros como factores controlables y fuertemente relacionados con el incremento o disminución de la actividad delictiva. Así, por ejemplo, el refuerzo de la presencia policial en determinadas zonas y épocas del año puede actuar como eficaz medida disuasoria de la comisión de infracciones penales.

La seguridad ciudadana como bien colectivo y su preservación por parte de los poderes públicos forman parte de la esencia misma del Estado como forma política y, por tanto, las políticas públicas encaminadas a combatir la delincuencia se construyen sobre hipótesis de causalidad social, si bien la experiencia acumulada no ha permitido hasta la fecha identificar un único modelo como exitoso. Por el contrario, el debate en este ámbito permite identificar planteamientos contradictorios, sustentados sobre premisas muy diferentes acerca de los motivos que guían la conducta de las personas y cómo los poderes públicos pueden influir para evitar comportamientos socialmente nocivos.

Así, durante años, en la ciudad de Nueva York se alabaron los programas impulsados por el Comisionado de la Policía, William Bratton, basados en la teoría sociológica de las “ventanas rotas” (broken windows), según la cual, simplificando mucho el mensaje, las pequeñas escaramuzas incívicas o la delincuencia de menor entidad debían recibir sanciones ejemplarizantes, para generar un potente efecto disuasorio que evitase los delitos de mayor gravedad. Fuese cierta o no esta teoría de la causalidad social, los índices de criminalidad de la gran ciudad estadounidense mejoraron espectacularmente.

Sin embargo, pasados unos años se empezaron a cuestionar las “externalidades negativas” de esta política pública de lucha contra la delincuencia, singularmente el uso injustificado de la fuerza policial o la estigmatización de las minorías raciales.

Bratton fue sustituido por un nuevo Comisionado, James O’Neill, que puso en marcha la “community policing”, una nueva orientación de las políticas públicas de protección de la seguridad ciudadana basada en la presencia policial y en la acción preventiva más que en el castigo ejemplarizante. Los indicadores de criminalidad violenta no perdieron la buena tendencia que habían adquirido durante el mandato de Bratton.

A partir de la pandemia del COVID-19, el debate se ha vuelto a plantear en términos similares, cuando los índices de homicidios de Estados Unidos han aumentado en un 30% en el año 2020 y otro 5% adicional en el 2021. Factores como la venta de armas, los cambios en la conducta policial tras la muerte de George Floyd o la profunda disrupción social generada por las medidas para evitar los contagios, como la suspensión de las clases y la generalización del teletrabajo, han sido algunas de las explicaciones apuntadas por los expertos.

No obstante, entre las diversas teorías sobresale una explicación causal ligada al retraso de la actividad de enjuiciamiento y condena, provocado por la propia pandemia. Esta paralización o suspensión de los juicios criminales torpedea una de las últimas doctrinas criminalísticas en materia de políticas públicas contra la delincuencia, elaborada por el criminólogo Mark Kleiman y conocida como “swift, certain, and fair”, conforme a la cual el verdadero efecto disuasorio de la respuesta penal no depende de que ésta sea severa, sino de que sea rápida y justa. Conforme a esta teoría causal, la estricta política criminal basada en la imposición de durísimas penas privativas de libertad no resulta eficaz para prevenir los delitos violentos, pues el efecto realmente disuasorio lo logran sanciones moderadas y justas, pero impuestas en procedimientos rápidos. Los defensores de esta teoría sostienen que el colapso de la justicia penal provocado por la pandemia ha difuminado ese efecto preventivo al dilatar en el tiempo y hacer imprevisible la respuesta del sistema judicial frente a la comisión de delitos.

Estamos lejos de haber resuelto la compleja ecuación sobre los factores determinantes del éxito de una política pública de lucha contra la delincuencia, si bien sigue siendo uno de los puntos de la agenda social con mayor propensión a generar acalorados debates públicos.

Los buenos y estables niveles de seguridad ciudadana -como es el caso de España, desde hace años- se perciben como una especie de intangible que los ciudadanos presuponen y que genera pocos réditos políticos. Sin embargo, si esa situación se altera -por factores exógenos o por programas de actuación desacertados- el problema de la inseguridad pasa rápidamente a los primeros puestos de las preocupaciones de los ciudadanos y en un tiempo récord consigue encabezar el cahiers de doléances frente a los gestores públicos.

Hace tan solo unas semanas, el Fiscal de Distrito de San Francisco, Chesa Boudin, célebre por haber abanderado una política criminal calificada como “progresista”, que rechazaba abiertamente las severas y prolongadas penas de prisión frente a la reincidencia delictiva y proponía actuaciones públicas de orientación preventiva, fue removido del cargo por sus propios electores, a través del excepcional mecanismo de la recall o revocación de mandato, que permite la destitución de cargos públicos por una mayoría suficiente de los ciudadanos de quienes depende su elección. Todo un caso de moción de censura ciudadana a un programa de lucha contra la delincuencia construido sobre la desconfianza en la prisión como instrumento de política criminal que, lejos de ser una improvisación, tiene un solvente fundamento científico.

El hecho cierto es que, en el caso de Boudin, los electores rechazaron de forma clara y fulminante su programa frente a la criminalidad. La fórmula del éxito frente al delito sigue envuelta en controversias no exentas, como casi todo, de cierto sesgo ideológico.

La realidad es que los ciudadanos, a diferencia de Meursault, no están dispuestos a echarle toda la culpa al calor y eso que, realmente, hace mucho calor.

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