Cinco años después de aquel 1-O en que los indepes quisieron abolir las leyes en una tomatina en las calles, previa borrachera en el Parlament, nos encontramos que están divididos y en el poder, o sea como siempre. Pere Aragonès, el enésimo interino en el sillón de fraile del catalanismo, que desde Pujol está sin rey y sin padrino, ha destituido al vicepresidente, Jordi Puigneró, otro suplente, otro transeúnte. Van cambiando de líderes o muñecotes, indistinguibles, fungibles, que uno veía que a Torra se le acababa la cuerda como a un peluche con cuerda. Van cambiando hasta de papeles, que ahora ERC es posibilista y los de Junts, herederos de la burguesía con velito trufado de perlas o moscas negras en Montserrat, parecen anarcas. Van y vienen, se avienen y se desarreglan, se unen y se acusan, se pelean como hermanos por el viñedo, bajo la misma insignia leñosa y sagrada, y en realidad nada cambia. En el ardor y en la tragedia, como en las fases exaltadas y depresivas de una de esas sectas con ovni o con un Jesús ovejero, ellos siguen en el poder. A ver si, después de todo, aquel 1-O ganaron.

La independencia, con esa república de cafetín, esa república filatélica de cuatro coleccionistas de mitologías y marinos, nunca fue posible y seguramente nunca lo será. La independencia puede ser imposible y puede ser mentira, pero sí puede ser útil, como lo es para la secta la espera del ovni o de ese Jesús ovejero repentinamente vengador y voraz, una especie de hombre lobo crístico. Uno no entiende muy bien para qué quieren independencia si ya tienen poder, un poder que no tienen en Andalucía ni en el Madrid como arábigo, sensual y pecaminoso, que describen ahora; esa España desleal de la que se quejan ahora los orgullosos catalanistas, repentinamente celosos de sus pobres camareros y sus ridículos toreros. Su poder, insisto, no lo tiene nadie, es absoluto, ahora son inmunes a las leyes y hasta los jueces del Supremo les parecen alguacilillos de bombero torero. Salvo que su republiqueta fuera un principado dieciochesco, ese principado de Beckelar de Puigdemont, esta situación es inmejorable.

Los indepes están mejor que nunca, aunque su poder está teniendo el coste de la decadencia económica, política, democrática y moral de Cataluña

Los indepes están ahora mejor que en su republiqueta adánica, en la que tendrían que manejarse como adultos políticos, con leyes, jueces y hasta esa modernez de los derechos individuales (sí, esa cosa que posee el ciudadano independientemente de su opinión, origen o circunstancia). Tendrían que tener hasta un ejército, siquiera de migueletes, y una moneda que ya nunca sería la pela, con ese eco de doblón sisado al español que tenía la palabra. Ahora no tienen ninguno de estos engorros: no hay más leyes que su simple catecismo, los jueces son como gorrillas endomingados, el dinero se le pide al Gobierno en mesas de Drácula, y la ciudadanía no existe, sólo la condición de adepto o enemigo, de catalán o colono. Aún mejor que la independencia es que el Estado tenga miedo a su independencia, como los de la secta tienen miedo a un Jesús adragonado, un poco de Juego de tronos.

La verdad es que uno cada vez está más seguro de que la independencia fue y es una excusa o un Macguffin para seguir manteniendo el poder, que es de lo que va todo. Al catalanismo sacerdotal, esa casta, en realidad no le sirve para nada una carta de la ONU con su ensalada de continentes, como un Nobel cartográfico, sino tener ese poder absoluto, de imperio fluvial, que les da la sangre. El poder requiere diferentes tácticas según los tiempos, y con Pujol, por ejemplo, bastaba la pela y la apostura del don como un buda nacional, en Barcelona y en Madrid. Pero un día Cataluña se vio sin Pujol, y ese pueblo que agredió a Raimon Obiols por atreverse a dudar del don en el caso Banca Catalana; ese mismo pueblo, decía, un día rodeó el Parlament y Artur Mas tuvo que entrar en helicóptero, como si fuera una tubería de oleoducto o aquel Jesús Obrero de Fellini. Ese helicóptero en una Barcelona como Saigón, la herencia del 3% y el leal catalán apuntándose a la indignación, todo eso obligó a cambiar la excusa, el Macguffin del poder, y así nació el nuevo independentismo. 

El catalanismo antes tenía a Pujol, la pela y la lengua, como una trinidad moreneta, que los unía en la lealtad y en una como cooperativa de industriales del paño que servía, en última instancia, para mantener ese poder casi absoluto. Ahora tienen la independencia, la lucha y la agonía por la independencia, que los une en el martirio y asegura la misma lealtad tribal y quizá un poder todavía mayor, un poder que ahora es casi religioso, ajeno a las leyes humanas, como en esa secta con nave nodriza o con Jesús vampírico. La mayoría de los indepes no se da cuenta de este Macguffin, ni siquiera muchos líderes o funkos intercambiables que se caen o cayeron del Govern como del salpicadero. Estoy seguro de que la mayoría son creyentes en la republiqueta y en Raticulín, y por eso mismo funciona. Realmente querían la independencia y realmente montaron el 1-O como un altar a un marciano. Era una fantasía interesada urdida por otros, como suele ocurrir, pero fantasías así dominan el mundo.

Los indepes están mejor que nunca, aunque su poder está teniendo el coste de la decadencia económica, política, democrática y moral de Cataluña. Es un poder que, eso sí, se mantiene gracias a Sánchez y gracias al PSC, eternamente acomplejado y acharnegado, el verdadero agente que impide el fin del Macguffin catalanista, porque es aún más vehemente con la bondad del nacionalismo que los nacionalistas exaltados. Los indepes se excomulgan o se reconcilian, se entibian o se culpan, y lo mismo vuelven a la cálida pela y a ser hombres de Estado con palquito casi peronista en Madrid, como Pujol. En el Govern se pelean ahora, un poco como en una parábola bíblica, intentando adaptarse al drama, renovar el drama. Pero el drama desemboca en lo mismo, en su poder y en su impunidad. No es que el 1-O ganaran, es que siempre han ganado. Hasta ahora, al menos.