Juan Carlos Monedero ha vuelto a hablar de la guerra de Ucrania, que tampoco es que tenga mucho que decir pero nos trae nostalgia, como cuando Ana Obregón dice algo con su cosa de hada madrina antigua y televisiva. En realidad, de Monedero nos acordamos y nos olvidamos cíclicamente, justo como de Ana Obregón. Pero él sigue ahí, activo en su monacato que ahora es en streaming, en uno de esos programas como de videntes que hacen política o de políticos que hacen videncia, por esas profundidades de la red que son como esas profundidades de la TDT donde sólo dan tarot y películas del Oeste, todo con tonos amarillentos y mareo anamórfico. También tiene un Twitter restallante, que maneja como un lanzador de cuchillos, y por ahí va haciendo su revolución solitaria y melancólica de vaquero que toca música con el birimbao o el peine. Ha sido en Twitter donde Monedero ha equiparado a Zelenski y a Putin, por la cosa de la igualdad o por la cosa de la balada. No tiene mucho sentido, pero ya digo que a uno le da nostalgia, como los Tacañones o como Fernandisco.

El pacifismo de la ultraizquierda busca la rendición ante sus amigos ideológicos o estratégicos a la vez que hace llamamientos de “revolución o muerte” contra sus enemigos

La izquierda pacifista a lo mejor no era tan pacifista, pero hacía el pacifismo como nadie, que Ana Belén en la fiesta del PCE, ya lo hemos glosado, era todo el amor haciéndose contra la guerra, como la famosa frase, o al menos todo el amor que se podía hacer por aquí entonces. Se puede decir que la izquierda nunca ha sido pacífica, pero sí pacifista, porque eso es otra cosa. El pacifismo es defender una paz con la pandereta y una guerra con el puño, es tener una camiseta con margarita y otra con el Che, es manifestar odio contra la hamburguesa y amor bigotón por la URSS, es poner a un tirano en la diana de dardos y a otro en la cabecera de tu cama con luz rafaelita, es tener el mechero para la pipa y para el cóctel molotov. Este pacifismo que era como una moda de ropa con flecos para una cartuchera con flecos tuvo su época, y por eso uno siente nostalgia como cuando vuelve a ver a la gallina Caponata.

Esto de que la paz es a veces sentarse bajo el árbol de la Coca-Cola y a veces es coger la metralleta guerrillera como un soplete de obrero, a uno le parece muy vintage, como las sudaderas de la RDA que le gustan a Alberto Garzón. Monedero es muy vintage, Pablo Iglesias es muy vintage, y ahí están como dentro de una gramola, vendiéndonos todas las revoluciones que ya se pudrieron en el siglo XX como si nos vendieran jabón de sosa. El pacifismo de la ultraizquierda es en realidad una guerra de sabotaje que lleva a cabo desde siempre contra el capitalismo, el liberalismo, el Tío Sam o el Tío Gilito. El pacifismo de la ultraizquierda busca la rendición ante sus amigos ideológicos o estratégicos a la vez que hace llamamientos de “revolución o muerte” contra sus enemigos también ideológicos o estratégicos. No es cuestión de moral, sino de posicionamiento. Redescubrirlo ahora es como redescubrir a Marisol.

Con la crisis de 2008 no nos llegó tanto la rabia sino la nostalgia, nostalgia de la revolución y de la incongruencia, que es la nostalgia de la juventud. Los del posmarxismo, los del grafiti como carrera universitaria, aprovecharon para repetir todos sus esquemas viejos en una sociedad nueva, y también tuvieron su éxito, que seguía siendo un éxito vintage y episódico, como de La Década Prodigiosa. Los nuevos revolucionarios tenían sus ricos, sus poderosos, sus corruptos, sus telares y sus palacios de invierno, pero yo creo que les faltaba la guerra, la gran guerra ideológica, la gran guerra mundial de posicionamiento. Pero esa guerra, la gran guerra contra la democracia liberal, o sea la guerra de Putin, ha llegado muy tarde, cuando ya nos hemos resabiado de revolucionarios de gastrobar y mesías de carroza.

Monedero cree que Zelenski y Putin tienen los dos sus cosillas, que uno destruye puentes y el otro masacra civiles, que uno tiene batallones fascistas y el otro también, que si uno miente, el otro miente más. Pide que alguien en la política europea pare a estos “dos putos locos”, como si no hubiera diferencia entre agresor y agredido, o entre autocracia y derecho. También Iglesias sigue apostando por una “desescalada”, que ahora mismo significa tumbarse bajo el árbol de la Coca-Cola mientras Rusia se anexiona toda la Europa que le deja la buena voluntad de los pacifistas. O sea, rendición en vez de resistencia, que es lo que lleva diciendo desde el principio, pero que es todavía más chocante ahora, cuando Rusia tiene la guerra perdida. Sí, perdida, por si no se habían dado cuenta. Perdida salvo que los buenos pacifistas le regalen a Putin un imperio y se regalen a ellos una esperanza de derrotar a la democracia occidental. 

Monedero, igual que Iglesias, no quiere ni la paz ni la guerra, sino eso de la hegemonía de Gramsci, que es para los posmarxistas como el Nirvana para esos calvos esotéricos de chacra y esterilla. Siempre recuerdo que, en el día de la investidura de Sánchez, con aquel abrazo con Iglesias como un abrazo de Mujercitas, Monedero estaba allí con su librito de Gramsci en la mano, como la Biblia / espada / cruz victoriosa del conquistador. Esta ultraizquierda no tiene una opinión sobre la guerra, ni siquiera sobre el rico (muchos son ricos), sino sólo sentido de la oportunidad. Pero lo que opina la ultraizquierda de las guerras o de esta guerra, o de lo demás en general, ya sólo les importa a los abonados, o sea los que llevan con la tartera ideológica y con el fracaso ideológico desde aquella primera fiesta del PCE con Ana Belén de musa traslúcida. El personal se ha ido resabiando y ellos se han ido descubriendo, y ya sólo les quedan un par de ministerios de tramoya y un par de podcasts que parecen concursos radiofónicos de Joselito. Y esa última oportunidad que es Putin, y que también va a fracasar.