Susanna Griso ha hecho llorar a la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, un poco como hizo llorar, o casi, a Patxi López con lo del tito Berni (sus cafés en Espejo público terminarán en cafés de llorera, como unos cafés con la Gemio o con mi querida Toñi Moreno). A mí, la verdad, me ha parecido un merecido desagravio. A Europa le lloramos mucho hasta que nos da sus billetes llenos todavía de musas griegas que siguen llorando por nuestra tragedia. A Europa le damos mucha lástima, mucha ternura o mucha coba, y a esto algunos lo llaman solidaridad y Pedro Sánchez incluso lo llama éxito, un éxito por el que luego sus diputados lo aplauden por bulerías en el Congreso (a lo mejor, después de cenar con tito Berni, la gente está más animada para zambras y achuchones). El caso es que quizá ya era hora de que Europa llorara no por nuestras cosas sino por las suyas. Ya nos da igual que se vaya Ferrovial, porque nos hemos vengado en Lagarde, a la que le hicimos llorar todo su dinero de hielo derretido, que luego, eso sí, se le volvió a congelar enseguida bajo el ojo como una lágrima de arlequín.

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