Por muy paradójico que parezca, Madrid solo puede ser amada en agosto. Cuando nadie quiere estar en ella, es cuando saca a relucir sus mejores encantos, o por lo menos los más auténticos. Y es que para amar a alguien de verdad es necesario llegar a compartir esa vulnerabilidad tan íntima que aparece únicamente en los momentos de soledad. Por eso este es el mes ideal para enamorarse de la capital, cuando los que se quedan pueden experimentar la inexplicable liberación que supone permanecer, mientras todos se van.

De repente, en agosto Madrid ya no es esa ciudad que quiere parecerse, cada vez más, a cualquier otra. De repente ya no se habla de sus terrazas repletas ni de sus atascos, de repente sientes que esta ciudad deja de escupirte y empieza a abrazarte, aunque sea con sus asfaltados brazos a 39 grados centígrados.

La Madrid de agosto es la de las calles vacías y los semáforos pacientes, la de las verbenas en el centro y las guerras de agua en los parques. No tiene nada de glamuroso pasar las vacaciones en la capital y precisamente por eso son pocos los que acaban apreciándolo. Pues lo cierto es que la mayoría de los que se quedan lo hacen obligados por sus circunstancias, o bien por curro, o bien porque no tienen otro sitio al que ir. Nos guste o no, esta es la esencia de una ciudad como Madrid, aquí casi todo el mundo viene por trabajo y los que se acaban quedando suelen hacerlo porque no tienen un lugar mejor al que huir. Y en esta perpetua sensación de expectativas frustradas e ilusiones efímeras, es donde mejor se aprecia ese carácter castizo, que es tan chulo como acomplejado, brusco pero acogedor.

Por eso Madrid sólo se puede permitir ser ella misma en verano, cuando aprovecha que todo el mundo se ha ido para sacar a la calle su orgullosa tríada de santos estivales: Cayetano y Lorenzo, y a su venerada Virgen de la Paloma. Madrid en agosto se permite respirar. Los madrileños que se quedan pueden pasear sin prisas ni empujones, bajar el ritmo y esquivar la necesidad de tener una agenda repleta de planes que les impidan pararse a pensar. Madrid en agosto es para estar solo, una soledad muy necesaria para volver a reconocerse en la ciudad de los tres millones de habitantes. De repente dejas de ser alguien más, de repente puedes ser tú mismo.

Madrid en agosto puede ser tan romántica y festiva como la pinta Trueba en La Virgen de agosto (2019), tan sencilla y humilde como aparece en el Barrio (1998) de Aranoa, y tan provocadora y sensual como la imagina Almodóvar en La ley del deseo (1987). Y en todas sus versiones es posible reencontrarte con una parte distinta de ti mismo. Pues el vacío que se apodera de la ciudad durante estas fechas, le obliga a incluirte, dejando al descubierto sus virtudes y sus miserias, invitándote a amarla tal y como es, demostrando que Madrid solo puede ser verdaderamente amada en agosto.