Jersey azul marino, polo blanco, pantalones grises y zapatos negros. La misma ropa de lunes a viernes, nueve meses al año, desde primero de primaria hasta cuarto de la ESO. Diez septiembres seguidos en los que era tan importante proveerse de cuadernos cuadriculados como de calcetines oscuros. Una década entera marcada por una forma de vestir austera y gris, emulando una especie de sobriedad inglesa algo anacrónica. Así es como hemos crecido "los uniformados".

Cada nuevo curso, la misma historia. Cuando preguntabas, la justificación tenía sentido: "así sois todos iguales". Nos vendieron que se trataba de una forma de fomentar la igualdad entre nosotros, un parche necesario para tapar las diferencias de clase entre alumnos, valga la redundancia, de una misma clase. Una medida estrella que fuera capaz de esconder diferencias y formar grupos homogéneos. Como si no se notara que el que lleva un jersey descolorido y un par de tallas más grande, lo ha heredado de su hermano mayor. O como si el chico que cambiaba de zapatos cada tres meses, no viviera en un barrio mejor que el que tiene que aguantar todo el año con los mismos. Por mucho que nos duela reconocerlo, siempre hubo clases.

Estos detalles que siguen marcando las diferencias son, de hecho, más visibles para los niños que para los adultos. Pues no deja de ser un poco ingenuo pensar que los chiquillos, curiosos y fisgones por naturaleza, no dan cuenta de este tipo de señales. No seré yo quien pida abolir el uniforme escolar, pues también soy consciente de algunas de sus ventajas, quizá la más indiscutible es la de no tener que pensar qué ponerse cada día (sobre todo por parte de los padres cuando sus hijos son pequeños y son ellos los que deciden).

Reconozco que este es el texto que le hubiese gustado escribir a un adolescente, que no sabía muy bien por qué, pero necesitaba rebelarse contra lo establecido. Un chaval que no pudo aplazar el momento de definir cómo quería ser percibido por los demás, en un momento en el que los cambios llegaron en avalancha y sin preguntar. Puede parecer banal, pero en ese momento el uniforme se convirtió en otra forma más de permitir que otros decidieran por ti.

En aquel momento no tenía ni la paciencia ni la perspectiva necesarias para plantearme todas estas cosas. Pero ahora creo que soy capaz de discernir de dónde podía venir ese rechazo a ser "un uniformado". Ahora veo en la obsesión por la homogeneidad un obstáculo que atentaba contra la necesidad de reconocerse como individuo ante la generalidad del grupo. Una forma de coartar la creatividad y la originalidad, aunque solo sea en apariencia, que tanto sirven para aliviar la frustración de quienes no consiguen identificarse con el resto de la comunidad.

Quizá el problema, precisamente, haya sido tratar de esconder lo evidente, incurriendo en la vergüenza y la burla del que se sale de la norma. Quizá la única forma coherente de crecer en sociedad sea precisamente atendiendo a ese concepto que tan fácilmente nos sale nombrar, pero tan complicado se nos hace de significar: la diversidad. Porque para formar parte de una comunidad no hace falta convertirse en otro ladrillo más en el muro.