Se nos han unido ya Rubiales y Koldo, que la verdad es que hacen juntos una especie de velcro estético y de yunta moral, un enganche ferroviario nacional, una masa crítica de calvos velazqueños, una españolísima pareja talaverana de botijos o de jarra y palangana, un dúo de destape o sala de fiestas, como Pajares y Esteso o como Benny Hill y el calvo de Benny Hill. Yo creo que desde el principio del fútbol, de la política y del chanchulleo, Koldo y Rubiales estaban destinados a encontrarse y a quedar enredados para siempre por sus pelillos y por su simbología, como dos lobos rampantes que hermanan el fútbol, la política, el dinero fácil, los mesones heráldicos, los asados para trinchar y las hembras para mojar (o viceversa). La verdad es que uniendo el fútbol, la política, el cubata y el negociete tenemos toda la España santa y eterna, dominguera y choricera, violenta y pícara. Pero no es lo mismo considerarlo en abstracto que ver a Rubiales y Koldo anunciarnos la dulce pringosidad y el alimenticio cachondeo de la cosa, como cuando Míchel y Stoichkov nos anunciaban natillas.

Aquí no somos de inventar mucho, pero hemos inventado el pelotazo, que por algo tenía ya nombre de patadón. No está uno seguro de si fue antes la pelota o el pelotazo, pero el fútbol y la política son el negocio de los perezosos y los mastuerzos, como son la erudición de los bares y el motor de agua que mueve el país sin llevarlo a ningún sitio. El fútbol es la industria nacional de un país sin industria nacional, el heroísmo nacional de un país que suele despreciar a sus héroes, la verdadera religión nacional de un país de supersticiosos, y la medicina nacional de un país de barberos sangradores. Por eso la Federación Española de Fútbol le ha parecido siempre a uno como nuestro Vaticano lleno de tuercebotas con traje y sacristanejos de tabernón. La Federación está entre lo público y lo privado, entre lo nacional y lo particular, entre lo sagrado y lo mundano, entre la necesidad y la arbitrariedad, y cuenta con grandes recursos y poderes que les han ido otorgando la costumbre, la pereza, la mitología, las herencias y los cronicones. Es casi un pequeño estado o principado dentro del Estado, que gobierna nuestros domingos y nuestro corazón de pelota de trapo, o hace dinero fácil con ellos como con la religión o la nostalgia.

Mientras el fútbol nos alimentaba lo mismo con furia renegrida de perdedores que con el triunfo de héroes de pies alados, homéricos y bailarines, lo que no cesaba era ese negocio fronterizo con moral fronteriza, ambigua, oscura y dudosa. Porque nuestro deporte es ambiguo, oscuro y dudoso desde el momento en que mezcla lo público con lo privado y lo empresarial con lo nacional, con unos particulares que parecen no ya magistrados o funcionarios, sino sumos sacerdotes o monarcas ungidos, y unos dineros que andan perdidos entre dos dueños o dos castillos. Desde los reyezuelos de los clubes, todos con aspiraciones orientaloides de jeque o de mesías (se nos fue Lopera, ay, que era como el Rey Mago que legitimaba y adoraba su propia divinidad); desde los personalismos folclóricos, políticos o florentinos a las tapaderas, de Gaspart, Del Nido o Florentino a Gil o Ruíz Mateos, hasta cubrir toda la estructura burocrática piramidal que termina precisamente en un remate de pirámide, una calva dorada; en toda la extensión del fenómeno futbolero, en fin, lo que vemos es una mezcla de negocio y secta que no deja de estar agarrada o conectada a lo público, un poco como Rubiales se agarraba a Koldo o Koldo a Rubiales, así por los pelos o más bien por las cejas.

Hablamos de fútbol y no de waterpolo por cuestión de familiaridad y de escala, aunque podríamos probar con cualquier deporte, ir ascendiendo por las federaciones, por sus palomares de banderas y sus marinas nacionales e internacionales, e incluso llegar, por supuesto, a las plateadas fanfarrias del COI, siempre bajo sospecha de traficar con el fuego y el favor de los dioses. Y la conclusión viene a ser la misma, o sea que la organización del deporte se sigue pareciendo más a una iglesia con jerarquías cerradas, privilegios y diezmos que a cualquier otro tipo de institución humana, sea lúdica, artística o empresarial. Bueno, a cualquier otro tipo de institución humana excepto quizá las políticas. Lo que une a Rubiales y a Koldo es que se han encontrado como en el ascensor, en la güisquería o en el tigre de un mismo metasistema que podríamos llamar la oligarquización de la explotación de los recursos públicos. 

Koldo y Rubiales se han encontrado no en la política, ni en el deporte, ni en la frontera oscura y peligrosa que pueda haber entre ellas, ni siquiera en el puticlub con guindas de pezón que les pilla a medio camino. Se han encontrado en la explotación de lo público

Koldo y Rubiales se han encontrado no en la política, ni en el deporte, ni en la frontera oscura y peligrosa que pueda haber entre ellas, ni siquiera en el puticlub con guindas de pezón que les pilla a medio camino, como todos los puticlubs. Se han encontrado en la explotación de lo público o alrededor de lo público, que es el negocio perezoso, promiscuo y piramidal de una breve oligarquía y por eso siempre encontramos a los mismos en todos lados, como en un crucero de jubilados o de swingers. Esta explotación a veces se traduce en negocio y dinero, y a veces en privilegios, en ventajas, en información, en relaciones o incluso sólo en postureo (Sánchez es el gran ejemplo de que se puede vender un país sólo para posar). 

Koldo no se diferencia mucho de Rubiales, como Negreira no se diferencia mucho de cualquier esbirro vendido a un partido. Koldo y Rubiales, que han coincidido sonora o sordamente, como un choque de abejorros peludos, no se han encontrado en la koldosfera anecdóticamente, como si se encontraran en la calvosfera, que suena a máquina del profesor Bacterio. Se han encontrado necesariamente, allí donde está el gran negocio nacional, en el pelotazo de lo público. Allí verán a matones, a gañanes, a inútiles, a intelectuales y hasta a idealistas, todos como tuercebotas a la carrera.