La última vez que vi a Victoria Prego casi no la veo. Yo creo que ella se disolvía en el periodismo para hacer periodismo y por eso casi no la vi, allí en la redacción de este periódico, detrás del ordenador o dentro del ordenador, junto a los demás compañeros e indistinguible de los demás compañeros, como si sólo fuera una becaria pequeñita, discreta y resabiada, a ratos invisible y a ratos musical, como una dama japonesa de pequeños pasos, voz dulce e inteligencia milenaria. A lo mejor el verdadero periodismo es pasar por los sitios con pasos de papel y atrapar la luz o el sentido de las cosas sin que reparemos casi en ello, con esa transparencia que tenía ella en la presencia, en la conversación, en los artículos, en los ojos. Ahora pienso que yo no la vi como no se ve el aire, que si se viera ya sería otra cosa, fuego o hierro. Creo que Victoria sólo se me hizo hierro en el tanatorio de Tres Cantos, ya muerta, ya estatuada en duro mineral después de ser toda la vida periodismo puro y sutil. Por primera vez chocaba uno con su ausencia, en vez de pasar a través de su presencia y su magisterio impregnadores, igual que pasa uno por la luz oblicua de las redacciones y de la historia.

La muerte es pequeña, cabe en un cesto con flores, como un tarro de miel, y cabe en un espejo, que es donde parecía estar Victoria Prego en aquel tanatorio

La muerte es pequeña, cabe en un cesto con flores, como un tarro de miel, y cabe en un espejo, que es donde parecía estar Victoria Prego en aquel tanatorio, dentro de un espejo con un doméstico infinito primaveral detrás. La muerte es pequeña, y quizá por eso los burócratas de la muerte habían puesto en la sala el nombre completo de Victoria, que resultaba excesivo, como el de una gran duquesa. Victoria Prego era María Victoria Prego de Oliver y Tolivar y parecía que nos habían cambiado a la maestra, a la jefa, a la compañera, a la amiga o a la madre por una señorita que acababa de sacarse las oposiciones a notarías. Casi estuvo uno por pensar que quizá se había muerto otra, la opositora o la gran duquesa, que nuestra Victoria Prego estaba aún viva y todo había sido una gran confusión de coronas y carteros. Pero no, claro, porque allí estaban la familia y los amigos borrando con silencios todas las palabras de más y sustituyendo con abrazos todas las palabras de menos.

La muerte es pequeña, pero esas tristes salas de tanatorio tienen atardeceres propios, más lentos y más ojivales, y son como una promesa del cielo de los creyentes o del cielo de los incrédulos, que será memoria, gloria o simple paz, según cada uno. Victoria era memoria de España, gloria del periodismo y paz de la palabra, así que yo creo que colmará todos los casilleros de los dioses, de los amigos y de los historiadores. Eso de “cronista de la Transición” lo dicen a veces de una manera que suena un poco a esos cronistas de campanario de los pueblos, entre la oficina de turismo y el palomar sentimental. Pero la Transición no sólo es una crónica que contar, sino un espíritu que explicar y que transmitir, sobre todo cuando la política y la sociedad se han dado a la desmemoria, al adanismo y al fanatismo, y la palabra Transición les suena a los jóvenes traqueteante e incierta como la palabra tartana, sin saber si eso es historia, arma o postre.

Victoria Prego seguía explicando o haciendo la Transición en cada artículo, o sea seguía leyéndonos la cartilla de la convivencia y del Estado de derecho, ese librito con pinta de carta de mesón, la Constitución, que podría mejorarse y también estropearse, pero que es lo único que nos separa de la barbarie. Victoria no era una numismática de la historia política, no era una nostálgica de estampita, sino que seguía yendo cada día a la fuente de nuestra democracia como se va a la fuente a por agua, y ya nadie va a la fuente a por agua, de ahí su importancia, de ahí nuestra pérdida.

Aquel discurso cuando lo de Miguel Ángel Blanco contenía tres términos, “paz”, “palabra” y “ley”, que ya casi nadie usa a la vez, que quien pide uno ignora los otros o incluso atiza a los otros o atiza con los otros. Victoria Prego no tenía la historia como fetiche ni el periodismo como trinchera, sino que sabía que ambos son necesarios para explicar y mejorar el mundo y por eso ella iluminaba lo uno con lo otro, sin sectarismo, con honradez intelectual y con discreción japonesa. Ésa es su importancia, ésa es nuestra pérdida.

La pérdida, eso es lo que pesaba en el día, como las nubes que parecían tinajas llenas; eso es lo que había vuelto sólida a la Victoria Prego transparente y liviana. El tanatorio, edificio feo como un hotel de paso, como una iglesia de polígono, se humanizaba de amigos como se humanizan los hospitales o los aeropuertos con los amigos. Hasta pasó un carrito como de hospital, con el café de los hospitales que ahora era el café frío de los muertos. Allí podría perder uno el alma y la esperanza entre el café frío y las flores de plástico, flores muertas para los muertos, si no fuera porque todo se llena pronto de amigos o de hijos, casi indistinguibles, que todos parecíamos un poco hijos de Victoria, sobre todos los periodistas: los directores de periódico, como abades tristes en la muerte de otro abad, Casimiro García-Abadillo, Pedro J. Ramírez, Joaquín Manso; los compañeros no de trinchera sino de atalaya, y los redactores y plumillas de este periódico, más jóvenes o entrejóvenes, que estábamos allí con pudor, respeto y algo de distancia, que quizá no sabíamos si debíamos tratar a Victoria como algo nuestro o como algo ajeno, sólo de la familia o sólo de la historia. Pero era la pérdida la que nos hacía a todos hijos.

Pasó Ayuso arrastrando una sombra de capilla como una sombra de celosía, pasó el presidente del Senado, Pedro Rollán, como si viniera a entregarle el llavín simbólico de nuestra democracia a quien tanto la defendió y explicó, y pasó gente de un lado y otro de la política, de la sociedad y de la historia, porque Victoria se había ganado el respeto de todos, no por santa ni tibia sino por independiente y justa. Yo creo que podría haber venido la propia Constitución, vestida de alegoría o de Niño Jesús de Praga, para dejar allí el pésame, la cabezada rendida y agradecida con la que dejara caer otra corona. Podría haber pasado España entera, y a lo mejor pasó, intangible y poderosamente, como pasaba Victoria Prego por tu lado o por la memoria o por tu manera de hacer periodismo, o lo que quiera que uno haga. Me doy cuenta de que yo juego con las palabras y ella con las palabras hacía latín de la historia y del periodismo. Me doy cuenta de que apenas la conocí pero es que tampoco hacía falta mucho para conocerla, que era transparente desde los papeles, desde las manos y desde los ojos.

La última vez que vi a Victoria Prego, también me doy cuenta ahora, no fue aquella vez que casi no la veo, confundida u oculta tras el propio vaho o llovizna del periodismo. Quizá el espíritu del periodismo se parece mucho a ese humo de los viejos periodistas de redacción que ya no hay (el humo, no los periodistas, que siempre habrá periodistas porque alguien tiene que contar el mundo con prisa —el mundo sin prisa es otra cosa). Quizá el espíritu del periodismo es algo así como ese humo, algo que los diluye, que los oculta, que los protege, que les pone un sombrero, hasta que uno es consciente de lo que nos han desvelado tras ese humo que los hace a veces indistinguibles y a veces hasta odiosos. Me doy cuenta de que la última vez que vi a Victoria Prego ha sido ahora mismo. No en la pequeña glorieta o espejo de la muerte, con amigos, flores vivas de color y flores vivísimas de papel de periódico, sino donde siempre la he encontrado: en la historia como tras el pequeño escritorio, o tras el pequeño escritorio como en la historia, saliendo sólo en pequeños pasos de papel o de luz.