El humor no acostumbra a ser bien visto en literatura. Como si clásicos como el Quijote o Cien años de soledad no fueran terriblemente divertidos. Ahora que se ha ido Mario Vargas Llosa, el último gran representante del boom, no está de más recordar cómo el Nobel Peruano introdujo el humor en su narrativa. Agotado tras escribir Conversación en la Catedral, una novela extremadamente ambiciosa, decidió cambiar de registro con Pantaleón y las visitadoras. Antes consideraba que la comicidad podía perjudicar la verosimilitud de relato. Con Pantaleón, sin embargo, potenció los aspectos surrealistas de la historia y lo hizo con entusiasmo con si fuera un niño que acabara de descubrir un juguete nuevo, hasta el punto de someter la realidad a una potente distorsión.

Decía el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro que la locura, en muchas ocasiones, “no consiste en carecer de razón, sino en querer llevar la razón que uno tiene hasta sus últimas consecuencias”. Los que sufren esta forma de demencia consideran en abstracto lo correcto de una argumentación, pero no tienen en cuenta el contexto que determina que es posible y que es imposible. Para Ribeyro, este déficit de cordura tiene muchas similitudes con la genialidad, sólo que los genios poseen la capacidad de aportar la solución a un problema “saltando por encima de las dificultades intermedias”.  En cierto modo, eso es lo que le sucede al inolvidable protagonista de Pantaleón y las visitadoras. Aunque pueda parecer un loco, es en realidad un genio y, sobre todo, algo mucho más importante: un héroe. 

Pantaleón, con su énfasis en el cumplimiento del deber, refleja en cierto modo los valores del propio Vargas Llosa, al que uno de sus amigos definió en cierta ocasión como “el único tipo serio en el Perú, siempre trabajando”. El capitán Pantoja, en la novela, también representa en solitario lo que debe ser un profesional modélico. Solo que este profesional aplica sus esfuerzos a un objeto descabellado, aunque no por culpa suya sino por orden de sus superiores. Ha de organizar un servicio de prostitutas -las “visitadoras” de título- destinado a aplacar las necesidades eróticas de una guarnición destinada en la selva. El punto de partida, según el autor, fue un hecho real que despertó la hostilidad del sector masculino de la población civil, envidioso por no poder disfrutar también de los servicios de aquellas profesionales. 

Si antes Vargas Llosa entendía que lo humorístico introducía un elemento degenerador por la novela, ahora lo utiliza porque piensa que sin comicidad no puede haber verosimilitud

Si antes Vargas Llosa entendía que lo humorístico introducía un elemento degenerador por la novela, ahora lo utiliza porque piensa que sin comicidad no puede haber verosimilitud dado lo absurdo de una historia imposible de narrar en serio ya que, en ese caso, el lector la rechazaría por estrafalaria. 

Como el teniente Gamboa de La ciudad y los perros, Pantaleón se toma en serio su trabajo y cumple estrictamente las órdenes. Su celo, o el exceso del mismo, acaba por conducirlo a la perdición, pero esa es justo su grandeza. Su coherencia es inexorable: uno debe vivir de acuerdo con sus principios aunque la tierra se hunda bajo sus pies. Los críticos suelen enfatizar el carácter grotesco de Pantaleón y las visitadoras, pero la comicidad desbordante no debería hacer que olvidáramos la dimensión del protagonista como referente moral. Porque es un trabajador concienzudo y porque personifica una de las cualidades más apreciadas en un militar, el valor. 

El humor de Pantaleón también se halla presente en La Tía Julia y el escribor, donde se mezclan las peripecias de los protagonistas con los radioteatros que escribe uno de ellos, el inefable Pedro Camacho, el escribidor del título, que en realidad utiliza sus historias truculentas para proyectar sus demonios personales, como su obsesión por la edad o la desaforada antipatía que siente hacia los argentinos, justificada por un motivo muy personal que el lector finalmente descubre: su infeliz matrimonio con una  de sus conciudadanas. De esta forma, Camacho utiliza su desaforada imaginación para escapar de una circunstancia mediocre. Su figura puede leerse, en cierto sentido, como una trasposición del Quijote al contexto latinoamericano. Como Alonso Quijano, él también acaba absorbido por las ficciones, hasta perder el contacto con la realidad. 

Pero el elemento más audaz es la utilización de nombres de personajes reales sin ningún camuflaje: hay un aspirante a escritor que se llama “Varguitas”. Como el Vargas Llosa de la Vida real, contraerá matrimonio con una mujer mayor, llamada Julia igual que la primera esposa del novelista. 

¿Autobiografía, quizá? No, porque en la novela los referentes de la vida real operan como seres ficticios, no como retratos fieles. De la misma manera, por ejemplo, que los actores que se interpretan a sí mismos en la serie Big Bang Theory, como Wil Wheaton o Mark Hamill, no son un reflejo exacto de sí mismos sin criaturas inventadas, por más que su nombre y aspecto coincida con el de famosos fáciles de identificar. La fantasía, tanto en estos casos como en el de La Tía Julia, acaba por desfigurar a la persona en beneficio del personaje.  

¿Es La tía Julia una obra fallida porque se inspira en una materia prima poco “noble” y de escasa calidad artística, unos seriales melodramáticos que carecen de la sofisticación que exige el público culto? Enfocar así la cuestión resulta poco consistente. También Cervantes realizó una parodia de un género popular en su momento, la novela de caballerías, sin que por eso se cuestione el Quijote. Mario no hace algo muy diferente de Andy Warhol cuando este utiliza un elemento diametralmente opuesto a la cultura de élite, la sopa Campbell, para crear un tipo de arte con un alto nivel de exigencia.Lo que hace el futuro Nobel, por tanto, no es destruir la literatura popular sino contribuir a su enaltecimiento.  

Pantaleón y La Tía Julia… ¿Obras menores, como se ha señalado tan a menudo? ¿Simples divertimentos? Buena parte de la crítica las descalificó tachándolas de farsas ligeras. El novelista riguroso se traicionaba a sí mismo volviéndose comercial para conquistar más lectores. Un reproche que evidencia, sin duda, el elitismo condescendiente de ciertos críticos. Vargas Llosa cometía el gran pecado de dirigirse a la “burguesía poco cultivada”. Y, para ello, se habría prostituido con una literatura fácil, del más “profano comercialismo”.  En fin, simple esnobismo de envidiosos. Repitamos una vez más que la alta cultura puede ser terriblemente divertida. 


Francisco Martínez Hoyos, doctor en Historia