De entre los múltiples episodios de violencia ocurridos en Colombia, me sigue impactando la Masacre de Tacueyó. Se trata del asesinato de entre 125 y 164 personas; la cantidad varía según las fuentes. Muchas murieron luego de padecer terribles torturas, como ser abiertos en canal para sacarles el corazón o, en el caso de las embarazadas, ser abiertas para extraerles los fetos, por no hablar de los que fueron enterrados vivos o se les mutiló antes de matarlos. Las víctimas eran guerrilleros de la disidencia Comando Ricardo Franco de las FARC a quienes sus propios comandantes –José Fedor Rey y Hernando Pizarro Leongómez– ejecutaron u ordenaron asesinar entre noviembre de 1985 y enero de 1986 bajo la sospecha de que había infiltrados del ejército en sus filas.
No puedo ni imaginar la dinámica que se generó en ese campamento para que ocurriesen hechos tan inhumanos. ¿Qué puede pasar por la cabeza de una persona para mandar a matar, día tras día durante meses, a quienes antes fueron sus compañeros? Personas con quienes compartió un plato de comida o a quienes escuchó relatar entrañables historias familiares.
Me pregunto lo mismo respecto a la Masacre de El Salado cometida por las Autodefensas Unidas de Colombia: los paracos. En el año 2000 liquidaron con saña a más de 100 personas de un caserío bajo la acusación de colaborar con la guerrilla. Los testimonios hablan de dos semanas en las que más de 300 paramilitares decapitaron, mutilaron, violaron y asesinaron seres humanos indefensos.
Recordar estos hechos es una especie de ancla a la realidad que permite reflexionar sobre la violencia en Colombia pensando en los ejecutores, en aquellos que la producen y reproducen y no solo desde el lado de las víctimas o de los que quieren acabar con ella. Los que la estudian suelen insistir en que, en última instancia, todos son víctimas de la violencia endémica del país. El mejor ejemplo serían los niños soldados que fueron robados de sus familias por los grupos armados y que acaban matando a órdenes de sus secuestradores.
La violencia en Colombia es un fenómeno ampliamente estudiado, pero tengo la sensación de que la mayoría de los análisis se centran demasiado en elementos estructurales, omitiendo otros que podrían ayudar a comprender el fenómeno para reducirlo. Así por ejemplo, la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas alude a la necesidad de tener en cuenta las "fallas geológicas en la construcción de la nación" para comprender el origen y desarrollo del conflicto. Se menciona "la cuestión agraria, la debilidad institucional, la honda desigualdad de los ingresos, la tendencia al uso simultáneo de las armas y las urnas, o la presencia precaria y a veces traumática del Estado en muchas regiones del territorio nacional". A esto se suma una visión bastante generalizada en aquel país de que el enemigo es el Estado y que la violencia es fruto del enfrentamiento entre éste y la sociedad civil.
Me parece que hay que prestar más atención a la forma en que se han ido interiorizando los efectos de tanta crueldad en las personas. Partiendo del supuesto de que no somos inmunes al entorno, cabe preguntarse sobre el proceso individual de quien acaba reproduciendo y usando distintas formas de violencia. En este sentido, casi siempre se habla del sicario, del marginal al que su propia vida ya no le importa y acaba matando para conseguir dinero: un entorno narrado con toda brutalidad por Fernando Vallejo en La Virgen de los sicarios. Pero no toda la violencia está asociada a los criminales por encargo, en el país hay muchos casos de prolíficos asesinos en serie en cuyos diagnósticos siempre aparecen entornos de violencia proclives a provocar traumas.
Pero recurrir a la violencia para resolver conflictos no es un asunto reservado a marginales, por el contrario, es algo a lo que se recurre en todos los estratos sociales. Hernando Pizarro Leongómez, el comandante de la masacre de Tacueyó, y su hermano Carlos, comandante del M-19 que murió asesinado siendo candidato a la Presidencia después de haber acordado la paz con el gobierno, procedían de una familia de clase media alta y recibieron una educación acorde a su estatus. Muchos jefes paracos eran hacendados que decidieron generar más violencia creyendo que así acabarían con la violencia, a pesar de haber estudiado en la Universidad Javeriana o en el extranjero.
El mismo García Márquez habla sobre violencia metiéndole épica y lírica, lo que me parece que la blanquea. En su libro Noticia de un secuestro asocia la violencia con el ser natural de una región como si de un virus que se contagia por el aire se tratara. Cuando presenta al futuro zar antisecuestros, Alberto Villamizar, cuenta que proviene de una familia de militares de la región de Santander en Colombia para luego concluir que "no es por militar sino por santanderino puro y simple que siempre lleva consigo un Smith & Wesson 38 corto, que nunca quisiera usar".
En este contexto no parece impropio que No matarás sea el título del tercer tomo del informe final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición. Ahí se recoge el "relato histórico del conflicto armado interno" con una versión de los acontecimientos donde tienen mucho peso "los testimonios, entrevistas a profundidad y colectivas, diálogos, reconocimientos de los responsables, encuentros entre las víctimas y de ellas con responsables de uno o varios hechos del conflicto armado". No obstante, según mi punto de vista, el pretendido relato histórico se acaba convirtiendo en una especie de gran terapia colectiva sobre esos años de violencia y muerte.
La violencia en Colombia ha sido y sigue siendo un mecanismo para procesar disputas de poder, al que recurren actores sociales y políticos relevantes"
Ahora bien, el hecho de haber optado por usar como título del volumen el quinto mandamiento de la Ley de Dios anticipa que la lectura que se hace de la violencia es moral y eso, siendo legítimo, en mi opinión entraña al menos dos peligros. Uno, se deja de lado que la violencia en Colombia ha sido y sigue siendo un mecanismo para procesar disputas de poder, al que recurren actores sociales y políticos relevantes y, dos, se pierde de vista a las personas que la reproducen o que no pueden salir de ese círculo como, por ejemplo, los que se dedican al negocio de la cocaína que, al no estar legalizado, necesita de la violencia para su comercio, o los jóvenes que dan el paso al sicariato como forma de vida a pesar de programas gubernamentales como el Programa Jóvenes en Paz.
El reciente intento de asesinato del precandidato Miguel Uribe Turbay ha sido el canario en la mina para los que creyeron que luego de los acuerdos con las FARC se conseguiría la "paz total". No se ha podido acabar con la violencia en parte por fallas del propio acuerdo como, por ejemplo, no haber dimensionado el impacto de este en el mercado mundial de cocaína. Además, no se ha conseguido "considerar la vida como un pilar, sacralizarla e instaurar un tabú sobre la muerte" como pide el propio informe. Esto último es lo fundamental pues a lo largo de tantos años de violencia se ha deshumanizado a las personas quitando valor a sus vidas.
No hay que olvidar que el "no matarás" viene de un contexto donde la ley era "ojo por ojo y diente por diente" y para salir de ese círculo de violencia, en el Nuevo Testamento se estatuye poner la otra mejilla y aprender a amar al prójimo, aunque sea tu enemigo. Pasar de la violencia a la no violencia no es tarea fácil pues, en palabras de San Mateo, para eso hay que tener tantas virtudes como el Padre que está en el cielo (Mt 5, 48). ¡Ahí está el reto! Si no se consigue, la violencia sobrevivirá como forma de relación.
Francisco Sánchez es director del Instituto Iberoamericano de la Universidad de Salamanca. Aquí puede leer todos los artículos que ha publicado en www.elindependiente.com.
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