Para proteger los valores del mundo civilizado es necesario prender fuego a una biblioteca. Volar una mezquita. Incinerar olivares. Disfrazarse con la lencería de las mujeres que huyeron y luego sacarse fotos. Arrasar universidades. Saquear joyas, arte, bancos, alimentos. Detener a niños por recoger hortalizas. Disparar a niños por tirar piedras. Hacer desfilar a los detenidos en ropa interior. Partirle los dientes a un hombre y meterle una escobilla de inodoro en la boca. Lanzar perros de guerra contra un hombre con síndrome de Down y después dejarlo morir. De lo contrario, el mundo incivilizado podría salir ganando.
Una criatura de año y medio con una herida de bala en la frente. Tal vez el francotirador apuntase a otra parte. Puede que haya una explicación. Acaso tal ejecución fuera necesaria.
Cuando el pasado quede a nuestras espaldas, se descubrirá que los muertos no han participado en su propia matanza. Las familias apiñadas en los pasillos del hospital, alineadas contra la pared, no se habrán atado las manos a la espalda, no se habrán pegado un tiro en la cabeza para saltar después, por voluntad propia, dentro de las fosas comunes. Los presos en los campos de tortura no se habrán penetrado con la picana eléctrica. Los niños no se habrán arrancado los miembros para esparcirlos por el campo de fútbol improvisado. Los bebés no habrán elegido la inanición.
Cuando el pasado haya pasado. Pero, por ahora, ¿quién puede decir que no lo hicieron? ¿Quién puede tener la certeza absoluta, salvo los asesinos y los muertos?
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En estos últimos meses se ha abierto un abismo, uno de tantos, pero que es insalvable. De un lado se encuentra una parte de la sociedad que no teme otra cosa que la interrupción de la normalidad. Gente que, pese al horror que trae cada nuevo día, cree que lo más importante es vivir como antes, contestando correos electrónicos, cumpliendo plazos, manteniendo la productividad. Del otro se encuentra esa parte que, tras haber presenciado el horror, considera que es imposible seguir como antes. ¿Cómo vivir cuando se oyen gritos, cuando se ven cadáveres? ¿Cómo puede importar lo demás?
No basta con decir que desprecio a Hamás por las mismas razones por las que desprecio a casi todas las entidades gobernantes de Oriente Medio, entidades obsesionadas con la violencia como escala de valores
El miedo a que desaparezca una comodidad choca con uno diferente, el miedo a que cualquier sociedad cuyo funcionamiento exige que ignoremos una carnicería de esta magnitud para garantizar la normalidad artificial sea, por definición, antisocial. Con frecuencia veo en las redes sociales discusiones en las que alguien pregunta: ¿Qué fue lo que te radicalizó? Como respuesta, otros indicarán varios momentos de violencia masiva a manos del Estado, casos flagrantes de injusticia, momentos como este en que queda claro que existe una distancia enorme entre las declaraciones vacías de los poderosos en apoyo de la justicia y la aplicación real de la justicia. Pero la palabra «radicalizar» parece inadecuada, da la impresión de llevar implícito un elemento de extremismo, como si la cólera ante este tipo de flagrante hipocresía fuese lo anormal, cuando a todas luces lo anormal es aceptarla.
En Toronto, una manifestación recorre el centro por la University Avenue, una de las vías más icónicas de la ciudad. Alguien se sube a un andamio en el hospital Mount Sinai y ondea una bandera palestina. En el plazo de un día, tanto el primer ministro de Canadá como el alcalde de Toronto, acompañados de otros líderes políticos del país, emiten declaraciones de condena, acusan a los manifestantes de antisemitismo y dejan claro que los hospitales son lugares sagrados, lugares de curación. Tal vez los manifestantes fuesen antisemitas furiosos y, por algún motivo, decidiesen que la forma más eficaz de expresar su odio era disfrazarse de Spiderman y trepar a los andamios de un hospital.
El miedo a que desaparezca una comodidad choca con uno diferente, el miedo a que cualquier sociedad cuyo funcionamiento exige que ignoremos una carnicería de esta magnitud para garantizar la normalidad artificial
Ninguno de estos políticos ha pronunciado condena alguna por la destrucción de los hospitales de Gaza, que, al parecer, según la mentalidad occidental no son lugares de curación, no llegan ni a ser lugares. Hace meses que el daño causado por esta concepción queda claro en el número creciente de médicos, pacientes y civiles asesinados tras buscar refugio en los no-hospitales del no-mundo.
En los aledaños del hospital Al-Shifa de Gaza, se descubren fosas comunes en los días posteriores a un asedio israelí; los cadáveres estaban atados con bridas.
Quiero vivir en un mundo donde lo peor imaginable sea una manifestación cerca de un hospital. Quiero la capacidad narcotizante de no ver cuerpos destrozados, cirujanos muertos de un disparo en el quirófano, un prisionero esposado al que mandan entrar en un hospital para pedir a todo el mundo que se vaya y al que luego, cuando sale, lo ejecutan, para que yo también pueda calibrar mis condenas adecuadamente. Qué estupendo sería vivir en ese mundo.
Quiero la capacidad narcotizante de no ver cuerpos destrozados, cirujanos muertos de un disparo en el quirófano
En realidad, importa poco qué condene ni el vigor con que lo haga. En el orden de castas del mundo occidental, pertenezco a una etnia, una religión y un lugar para los que no existen condenas suficientes. He aquí lo que debemos hacer siempre, excluyendo todo lo demás: condenar, disculparnos, refugiarnos en el silencio ante cualquier atrocidad cometida por alguien que no sea aquel a quien se nos supone eternamente leales. No basta con decir que desprecio a Hamás por las mismas razones por las que desprecio a casi todas las entidades gobernantes de Oriente Medio, entidades obsesionadas con la violencia como escala de valores, brutales en su trato a los grupos minoritarios que, en su opinión, no deberían existir, y que se autoproclaman los auténticos defensores de toda una religión.
Es bien extraño que se te considere un agente potencial de una violencia extrema y, al mismo tiempo, se espere de ti una deferencia infinita. En el eje del miedo y la posibilidad, a algunas personas se les asigna de modo permanente el cuadrante negativo, no se las define por el horror de lo que se les puede hacer, sino por el de lo que ellas podrían hacer a los demás.
No hay otra explicación remotamente verosímil para una visión moral del mundo en la que aquello que un manifestante pueda hipotéticamente hacerle a un hospital merezca la más enérgica condena, mientras que aquello que hace un ejército, aquello que les ha hecho un ejército a múltiples hospitales, no merece ninguna.
Fragmento de Algún día todo el mundo habrá querido estar siempre en contra, libro de Omar el Akkad publicado en español por Libros del Kultrum.
Omar el Akkad es periodista y novelista. Nació en Egipto y creció en Qatar. Se trasladó a Canadá al cruzar el umbral de su adolescencia y vive ahora en Estados Unidos. Ha sido galardonado en dos ocasiones con el Premio de los Libreros del Noroeste del Pacífico y el Premio del Libro de Oregón. Su primera novela, American War (2017), fue distinguida por la BBC como una de las cien novelas que han dado forma a nuestro mundo. La segunda, What Strange Paradise (2022), ganó el premio Giller. Sus obras de ficción se han traducido a trece idiomas.
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