Resplandecen desde hace unos años dos torres en la parte baja del distrito madrileño de Tetuán que no tienen menos de 20 pisos. Destacan en el paisaje especialmente por la noche, cuando sus cornisas se iluminan con luces blancas y transforman la estructura en una especie de faro urbano que se puede apreciar desde las partes altas del barrio, lomas de asfalto y hormigón que desembocan como cauces en pendiente en la avenida que comienza y termina en las torres. Idealista anuncia allí un segundo piso con ascensor por 875.000 euros; y un ático, de 200 metros cuadrados, por 1.890.000. El primer número equivale a 29 años de salario medio íntegro. El segundo, a 63. Desde el portal de esos apartamentos, si uno camina 150 pasos en línea recta alcanza la entrada del parque de Rodríguez Sahagún, donde un grupo de gente de Centroamérica ha improvisado unas tiendas de campaña en la zona cementada, desde donde se puede ver la vida pasar con vistas al césped y a esos estupendos rascacielos, cuya silueta pueden apreciar de día, pero también de noche, mientras tienden su ropa en los árboles y en las zonas de juego para niños.

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Les emplazo a hacer un ejercicio. Hagan el esfuerzo de contar la cantidad de personas que hay tumbadas en los jardines del Paseo de la Castellana, en las bocas de las estaciones de metro o entre sus portales. Repitan lo mismo en Gran Vía. Si afinan la vista en el trayecto que separa Tirso de Molina del final de la calle del Arenal podrán ver a no menos de 20 o 30 tipos simplemente deambulando, de las que quizás acaban de salir de alguna línea de Cercanías de vender caramelos o pañuelos “por la voluntad”. Cuesta completar un viaje en metro sin ser interpelado por un mendigo en uno de sus vagones o sin recibir una oferta de empanadas colombianas a 3 euros la unidad.

Hacía fila el otro día junto a una dársena del Intercambiador de Moncloa cuando un hombre, colombiano, alzó la voz para intentar que alguno de sus presentes entregara una limosna en el vaso de plástico que sujetaba su mujer. Reconozco que no había vivido una escena similar en una estación. Me sorprende menos algo que es un secreto a voces: hay familias de inmigrantes latinoamericanos que en el área comprendida por las calles Almansa, Topete, Tenerife, Carnicer y Santa Juliana viven en pisos de dos y tres habitaciones, junto a otros matrimonios con hijos. Cada cual en una dependencia de la casa, hacinados, con camas calientes cuando toca. La zona de Bravo Murillo entre Cuatro Caminos y Almansa está siempre abarrotada, al igual que sus bocacalles. Entra dentro de lo normal estar en la calle cuando, en el interior de la vivienda, hay tanta gente.

Con o sin vivienda

Existen ciudadanos de muy diferentes perfiles en cada una de las grandes ciudades, pero hay dos que están especialmente marcados por su circunstancia. Unos son los propietarios, cuyo horizonte está más despejado por una buena decisión, una herencia o simplemente una inversión acertada. Los otros son los que no disponen de una vivienda y nunca la podrán tener, al menos, aquí y en un horizonte temporal largo. Estos últimos caminan sobre la cuerda floja. No hace falta una enfermedad o un despido inesperado para que caigan al vacío. Basta con que un casero decida actualizar el precio del alquiler para despeñarse por ese abismo que se impone detrás de los edificios, remodelados.

Esto no sólo afecta a los vulnerables. Me contaban hace unos días que un miembro del Gobierno no superó la prueba de solvencia de una agencia de alquiler seguro cuando le reclutaron para la tarea desde esa provincia. Lo requisitos son cada vez más y más duros... y eso ha arrastrado a viviendas compartidas a quienes hasta hace cinco o seis años podían costearse un alquiler, pero hoy están destinados a chocar contra el muro de las agencias aseguradoras, convertidas en una especie de intermediarias entre la preocupación de unos y la desesperación de otros.

Esto no sólo afecta a solteros -con sólo una nómina-, sino también a parejas y a familias... y al propio Estado. Hay Administraciones públicas que están apuradas porque las plazas de funcionarios no se cubren en las grandes ciudades. Pocos o nadie las quiere porque implica trasladarse a un lugar en el que uno está destinado a perder dinero. Así que hay una parte de 'lo estatal' que funciona peor porque existen lugares a los que nadie quiere ir.

Venden triunfalismo

Escribía Juan Diego Madueño hace dos semanas un artículo fantástico en el que cuestionaba ciertos mensajes triunfalistas de los políticos madrileños, que suenan a broma pesada ante la realidad que se vive a pie de calle, donde hay cierta sensación de prosperidad de cartón piedra que le es ajena a una parte relevante de los ciudadanos. La queja puede extenderse a otros tantos puntos del país y a mensajes de todas las Administraciones, que niegan una evidencia, y es que en España sobrevivir cada vez es más complicado para quienes no disponen de una propiedad o para quienes se emplean en el cada vez más asfixiado sector privado de las pymes... o en el de los autónomos. Sin ir más lejos, el presidente del Gobierno alardeaba este jueves del incremento del 9% nominal de las rentas de los españoles de los últimos años, cosa que es cierta, pero que apenas si han notado las clases activas, es decir, los trabajadores. Los que alimentan el tejido productivo. Los cada vez más cansados y resignados. Los paganinis.

Son todos ellos cotizantes que se han enfrentado en los últimos años a una inflación superior al 20% que no ha estado acompañada de una deflactación del IRPF o de un incremento de sus salarios que se acerque al aumento de los precios. Todo esto ha sucedido con incrementos anuales de entre el 8 y el 12% del precio de la vivienda en las grandes ciudades, de media, y en mitad de un encarecimiento de todo lo básico. Y digo de todo como persona que compra y hace cuentas a final de mes. El último informe de consumo alimentario del Ministerio de Agricultura estima que el aumento de los precios medios ha sido del 28,9% desde la pandemia, lo que, evidentemente, ha afectado al consumo de frescos. En otras palabras: a la alimentación sana, que cada vez es más cara.

No ha habido períodos exentos de problemas sociales en España. Las novelas de Pío Baroja se publicaron hace cuatro días, como quien dice, y hoy las muertes por epidemias son testimoniales y las condiciones de vida son buenas, en general. Pero hay unos cuantos datos que invitan a pensar que el optimismo exhibido por Pedro Sánchez en su rueda de prensa de cierre del curso es improcedente; y quizás el enésimo ejercicio de desfachatez e incomprensión de la circunstancia de ciudadanos que cada vez tienen las sensación de sentirse más ahogados.

Su Gobierno -según el INE- ha sido capaz de reducir en dos puntos el porcentaje de hogares con riesgo de exclusión social y pobreza, pero esa variable estaba en el 25,8% del total en 2024, cuando el 35,8% reconocía que no disponía de los medios insuficientes para hacer frente a un gasto imprevisto, con sueldos que apenas si han subido un 3% en los últimos 30 años, según la OCDE, mientras la productividad crece por debajo de la media de los grandes países de la UE y las cargas impositivas sobre los trabajadores autónomos machacan la iniciativa privada y hunden el pequeño comercio.

Cualquiera que recorra una buena parte de la Ruta de la Plata o de La Raya con Portugal, amén del interior, observará cómo existen zonas que en las últimas décadas se han vaciado y depauperado por falta de competitividad. Atreverse a 'saltar' a la gran ciudad implica hoy, en 2025, asumir que a cambio de un trabajo 'esperanzador' es necesario aceptar ciertas formas de pobreza contemporánea que poco a poco elevan su intensidad desde la baja hasta la moderada. En ese nivel, hay que privarse de muchas cosas.

Atreverse a 'saltar' a la gran ciudad implica hoy, en 2025, asumir que a cambio de un trabajo 'esperanzador' es necesario aceptar ciertas formas de pobreza contemporánea

Y hay formas de miseria que estaban a la vuelta de la esquina. Nunca se fueron, pero ahora se aprecian más. No hace falta que me las cuenten: las he visto. ¿Imaginan que haya gente con trabajo que se vea obligada a vivir en caravanas o incluso a acampar? Mejor, no pregunten cuando encuentren alguno de estos asentamientos improvisados. No hay nada que me gustaría más que equivocarme, pero diría que hay una fuerte crisis social que se cocina a fuego lento y que, tarde o temprano, estallará y va a comerse una nueva ración de la prosperidad española. Sería injusto culpar a un solo gobierno de ello. En realidad, todas las Administraciones tienen una ceguera interesada al respecto, aunque algunas actúen con mucha menos vergüenza, como la que alardea, pese a todo, de crecimiento de la renta nominal.

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