El reciente acuerdo de la UE con Donald Trump agitará la economía continental debido a la subida de aranceles. Sin embargo, las relaciones entre ambas partes van más allá.
Europa presume de regulación mientras Silicon Valley celebra en silencio. Cada nueva ley que promete proteger al ciudadano europeo acaba reforzando, paradójicamente, el dominio de las grandes tecnológicas estadounidenses. El problema no es regular: el problema es hacerlo con los ojos cerrados, sin estrategia industrial, sin soberanía tecnológica. Mientras tanto, nuestras empresas locales se ahogan en papeles, auditorías y plazos, mientras sus competidoras estadounidenses crecen a golpe de contrato público, subvención estatal y legislación a medida.
Mientras tanto, nuestras empresas locales se ahogan en papeles, auditorías y plazos, mientras sus competidoras estadounidenses crecen a golpe de contrato público, subvención estatal y legislación a medida
Lo estamos viendo en paralelo a la industria IT con la tecnología militar. Se aprueban decretos para pagar, con dinero de los ciudadanos europeos, armas de empresas de Estados Unidos.
Europa lleva años a la cabeza de la legislación digital. RGPD, DSA, DMA, Ley de Inteligencia Artificial, etc. Somos pioneros en poner límites, requisitos, registros, tasas, etiquetas y obligaciones. Legislamos con precisión quirúrgica, hasta cómo deben ser los tapones de las botellas. Pero hay una pregunta que rara vez nos hacemos: ¿quién se está beneficiando realmente de todo esto?
Porque mientras nosotros discutimos sobre los matices del consentimiento informado o la transparencia algorítmica, los sistemas, las infraestructuras y las herramientas con las que se construye ese “nuevo mundo regulado” no son nuestras. Son estadounidenses, en su gran mayoría. Algunas chinas. Pocas, muy pocas, poquísimas, europeas. Y no por falta de talento, sino por falta de financiación y ayuda tangible.
Somos pioneros en poner límites, requisitos, registros, tasas, etiquetas y obligaciones
Nuestros gobiernos almacenan datos en Azure o en AWS. Nuestras universidades usan Google Workspace. Nuestras empresas no pueden competir porque, además de tener que cumplir toda la normativa al milímetro, no reciben ni el respaldo institucional ni el impulso económico que sí reciben sus competidoras foráneas. Es más, a veces da la sensación de que algunas leyes están hechas para proteger a los fabricantes de tecnología norteamericanos y evitar la competencia de pequeñas empresas europeas.
Y aquí viene la paradoja: regulamos tanto para proteger a nuestros ciudadanos que terminamos entregándolos a empresas extranjeras. Les damos más poder, les dejamos más espacio, les cedemos más y más datos. Somos como ese padre que prohíbe todo para cuidar a su hijo, pero le da las llaves del coche a un desconocido para que lo lleve al colegio.
En Estados Unidos, las grandes tecnológicas no son solo empresas: son activos estratégicos. Cada línea de código que desarrollan, cada datacenter que levantan y cada contrato que firman forma parte de una visión nacional. No se disimula. El Estado compra tecnología nacional, subvenciona sus chips, protege sus intereses legales y bloquea a la competencia extranjera cuando le conviene. No se habla de neutralidad: se habla de liderazgo.
No me lo invento:
El Cloud Act permite a EE. UU. acceder a datos alojados en cualquier servidor de empresas estadounidenses, aunque esté físicamente en Europa.
El gobierno federal contrata masivamente con AWS, Palantir, Oracle o Microsoft, y rara vez con actores no nacionales.
La ley CHIPS destina cientos de miles de millones a reforzar la industria de semiconductores, con una orientación estratégica clarísima: que los chips críticos se diseñen y fabriquen dentro de casa.
¿Y Europa?
Europa regula. Europa regula. Europa lanza programas con acrónimos imposibles. Europa escribe normativas con anexos que exigen informes sobre el informe, expulsando del juego a los pequeños jugadores locales. En vez de cuidar a sus empresas estratégicas, las trata como si fueran sospechosas de algo: de tener éxito, de crecer demasiado o, simplemente, de querer competir en serio.
Europa escribe normativas con anexos que exigen informes sobre el informe, expulsando del juego a los pequeños jugadores locales
El resultado es brutal: mientras en EE. UU. las normas blindan a sus campeones tecnológicos, en Europa se usan para desarmar a los nuestros. Y lo más grave es que muchos ni siquiera se dan cuenta. Hemos normalizado la derrota como si fuera parte del proceso democrático: “es la competencia, si ellos son mejores qué le vamos a hacer”.
El discurso oficial habla de “ética”, “confianza” y “protección del usuario”. Pero, en la práctica, estamos más expuestos, más controlados y más subordinados que nunca.
¿Y si el precio de sentirnos éticos es perder nuestra capacidad de decidir? Porque no se puede hablar de democracia digital sin soberanía digital.
Nuestros servicios públicos utilizan software privado extranjero. Nuestros datos médicos, judiciales y educativos están alojados en nubes que obedecen a leyes extranjeras. Nuestros ciudadanos usan aplicaciones cuyo modelo de negocio se basa en el uso masivo de datos, sin alternativa real.
Y cuando aparece una empresa europea con potencial —como ocurrió con OVH, Qwant o Proton— se le somete a un nivel de escrutinio que sus equivalentes americanas jamás han conocido.
Nuestros datos médicos, judiciales y educativos están alojados en nubes que obedecen a leyes extranjeras
Europa se cree árbitro neutral en un partido que va 0-5 en el marcador. Pero el rival no ha venido a jugar limpio. Ha venido a ganar.
Se necesita un cambio de rumbo urgente. No se trata de levantar muros ni de caer en un proteccionismo trasnochado, sino de algo mucho más sensato: aplicar inteligencia estratégica allí donde hoy solo aplicamos normativa burocrática. Europa necesita empezar a legislar también con ambición industrial, no solo con buena conciencia.
Eso implicaría, por ejemplo, incorporar cláusulas de soberanía digital en todos los contratos públicos, asegurando que los datos europeos se almacenen, procesen y custodien dentro de nuestras propias infraestructuras. También sería razonable adoptar una política de compra pública proactiva, que favorezca claramente el software y los servicios desarrollados en Europa, como ya hace EE. UU. con su Buy American Act.
Además, la inversión pública debería centrarse en infraestructuras críticas como la inteligencia artificial, los chips, la nube y la ciberseguridad, sin perder tiempo en dispersarse en proyectos cosméticos o decorativos. Y, en paralelo, crear excepciones regulatorias temporales —los llamados sandbox— permitiría que las empresas europeas puedan competir en igualdad de condiciones antes de ser devoradas por la asfixia normativa.
No hablamos de cerrar puertas, sino de dejar de abrirlas solo hacia fuera. Esto no es proteccionismo. Es supervivencia. Si Europa no protege su base tecnológica, pronto no quedará nada que regular. Solo la sensación de haber hecho lo correcto, mientras otros hacen lo necesario.
Si queremos seguir siendo relevantes en el siglo XXI, necesitamos más que buenas intenciones. Necesitamos empresas europeas que aguanten y que dejen huella. Necesitamos que Bruselas mire más allá de los lobbies, y recuerde que sin soberanía tecnológica no hay democracia funcional.
Porque la neutralidad, en este contexto, no es una virtud: es renuncia. Señores políticos de Bruselas, nos llevan directamente a la sumisión tecnológica.
Sancho Lerena es CEO de la tecnológica española Pandora FMS y experto en gestión IT y seguridad
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