Yo creo que Sánchez pensó algo así: Qué de noche es la mañana, que intactas están todavía las estrellas, que parecen hielos de un cubata perfecto... A Sánchez, este lunes, lo ha sorprendido, más que los jueces, más que los periódicos y más que las chistorras, uno de esos amaneceres de los fiesteros o los fumetas que les hace inventar la astronomía, la teología, la filosofía, la poesía y las sombras chinescas. Yo creo que Sánchez ha salido a la mañana y sólo ha visto la noche, y no es que eso le haya trastocado la rutina, o los ritmos circadianos, o la posturita de yoga, sino que lo ha inspirado o lo ha estremecido atávicamente, como un eclipse. Nos estamos preocupando por tonterías cuando la noche nos adelanta por el cielo, como un pajarraco que pasa. Y, con esa lucidez de los amanecidos a deshora, Sánchez ha dicho que hay que cambiar la hora, o sea no cambiarla, que él está harto, harto de no saber si se levanta o se acuesta y de mover grandes y lentos relojes, como telescopios. Seguramente todo va mal por esas horas a deshoras nuestras o suyas, seguramente todo se arreglaría con el cambio de hora, incluso lo suyo, o sobre todo lo suyo.

Cada lunes, o cada día, Sánchez tiene un nuevo afán, que cuando no se levanta con un genocidio entre las uñas como un ángel bíblico matancero, se levanta como el director de un observatorio de la Marina o de un museo de relojes, obsesionado con poner en hora los meridianos, los orbes de estaño, las clepsidras celestes y los carillones de pata de león para que no se pierdan los barcos ni los Reyes Magos ni las princesas. Yo creo que Sánchez está a punto de dar la hora con un cañonazo, como aquel marino de Mary Poppins, para que estemos todos sincronizados no con la hora de Greenwich sino con la de la Moncloa, o sea con lo que le interesa a él, que puede ser una nueva hora, un nuevo calendario sanchista, los cataclismos del mundo de los que nos avisan los cometas o el advenimiento de la derechona con sus generales muertos y sus niños vivos. Ahora el mundo se vuelve a dividir, meridiana o sanchistamente, entre los que quieren que cambie la hora, o sea que no cambie, y los que quieren que no cambie, o sea que cambie. Quizá, ahí perdidos o resabiados, por nuestras antípodas o por la línea de cambio de fecha, estamos unos pocos que nos reímos, o no nos reímos, mientras Sánchez nos da cuerda, o se da cuerda.

Fíjense la de vueltas que le dábamos a la polarización y Sánchez, con esa ocurrencia suya entre el domingo y el lunes, como esas malas ocurrencias de after, resulta que nos va a situar la polarización casi verdaderamente en los polos. O sea, en una cosa geográfica, cartográfica, trigonométrica, con la vida un poco como la de los esquimales, entre el sol de medianoche que añora Sánchez y la noche eterna que se le viene encima.

Es como si hubiéramos llegado ya al colmo absurdo, autoparódico y agónico del concepto de la polarización y de la inventiva de Sánchez y de su sotanillo

Quiero decir que después de la ultraderecha, con sus alas, su corazón y su cabeza de piedra, y después del genocidio, esa palabra que parece remitir al nombre del caballo mismo de la Muerte, y después del aborto, que no deja de reclamar guerras santas y eternas, eso de poner en hora los relojes, eso de que salga el presidente del Gobierno como a explicarte los cuartos de las campanadas de Nochevieja, como si fuera Carmen Sevilla, es pura y definitiva decadencia. Un síntoma más claro y angustioso, incluso, que su esqueleto de raspa, que las chistorras fuera como la chorra fuera, que la caja B a flote, que la fontanera hundida en mierda y hasta que Zapatero en una isla de náufrago caribeña con un solo cocotero rimándole la miseria.

La polarización del huso horario, imaginen la cosa. Imaginen a los tertulianos de la cuerda todos como de Sociedad Geográfica, y a los del equipo de opinión sincronizada como entre discusiones copernicanas o terraplanistas, y a los de la Prensa del Movimiento haciendo en papel maché algo así como el Mysterium Cosmographicum de Kepler pero en sanchista, y a Silvia Intxaurrondo trazando cónicas capciosas sobre la eclíptica, midiendo las umbras y los luxes con su oficio y su cara de enfermera de la moral con guantes de goma. La fachosfera tendrá sus husos horarios propios, los meridianos tendrán dos longitudes como dos DNI, y yo creo que el español, capaz de pelearse casi por cualquier cosa, aquí ya no podrá sino echarse a reír. Si pretenden que nos matemos por eso, yo creo que Sánchez ya no da más de sí, ya no tiene más, durará lo que le dure el calcio de su propio esqueleto y luego se disolverá en su cama de agua como una pastilla para la dentadura postiza.

Esa mañana, ese lunes como de comienzo de otra era, Sánchez no vio el sol o no vio cómo está él ahora, y quizá pensó que lo suyo podía arreglarse como un reloj de muelle, que lo que nos hacía falta era cambiar de hora, no de política ni de gobernantes. Yo sé que hay mañanas, entre olitas, estorninos o barrenderos, en las que uno cree que acaba de encontrar la clave de toda la existencia mientras el sol parece que hace casas japonesas de papel con la ciudad y con tu ropa. Pero es mentira, y además éste no es el caso. Sánchez, el más listo de los listos (tan listo que no se enteró de lo que no le convenía), simplemente se está quedando sin fetiches, sin sangre, sin mecha y sin tiempo, que a lo mejor por eso le ha dado por los relojes, quizá como metáfora o quizá como alucinación terminal.

Sánchez, el killer, el insumergible, el inmortal, el que es capaz de sobrevivir a base de muertos inocentes y de cisnes crudos, está ahora entre ferroviario y juguetero, entre cambiar el calendario de la caja de ahorros y cambiar el reloj de cuco de la abuela, entre poner el despertador del oso Yogui o el de Bugs Bunny. Lo próximo será proponernos la polarización de la tortilla de patata, con o sin cebolla, y entonces ni el CIS ni Vox podrán salvarlo.