Hay fronteras que los gobernantes nunca deberían rebasar. Una de ellas es la de la decencia y convengamos que los ejercicios de consanguinidad obligan a cruzar esa línea. Pedro Sánchez colocó en 2018 a un amigo al frente de la empresa pública Correos. Esa persona respondía al nombre de Juan Manuel Serrano y su conocimiento del sector postal era escaso, por así decirlo. Su mujer es Isaura Leal, quien también era cercana al presidente del Gobierno y quien ejerce de diputada socialista.
Leal (Isaura) realizó el otro día un ejercicio moral con el que intentó convencer a la nación de que hay determinados usos de la palabra cáncer que deberían evitarse para que no suene a insulto o para no transmitir que esta enfermedad es sinónimo de 'batalla'. Consideran las asociaciones que detrás de ese término sólo se encuentra una enfermedad de la que cada vez se recupera más gente. Por tanto, reclaman a las instituciones, a los periodistas y a los hablantes que eviten su uso inadecuado o inexacto.
Los socialistas impulsaron esta propuesta –a iniciativa de las asociaciones contra el cáncer– en una Proposición No de Ley que respaldaron más de 300 diputados, incluidos los populares. Vox no la apoyó, al considerar que el español es rico y cambiante, y que su evolución no ha de estar a expensas de agendas políticas, sino de las necesidades de los hablantes, en consonancia con lo que defiende la Real Academia Española.
El lenguaje es de los hablantes
Cuesta mucho oponerse en público a este tipo de iniciativas porque, ya se sabe, apelar a la cordura y a la razón a veces tiene un precio que no merece la pena pagar. A uno, pueden llegar a llamarle cruel si recuerda que el lenguaje es propiedad exclusiva de sus hablantes y que ninguna maniobra institucional que pretenda moldearlo es pertinente. Tampoco inocua.
Pero ya se sabe: el político es cobarde y oportunista por definición; y jugársela por algo así obliga a escuchar reproches y quizás a contener los balidos de la semoviente patria. Defender lo obvio a veces no renta tanto como votar a favor de una PNL y proclamar cercanía con las víctimas, aunque, en realidad, nadie debería nunca aconsejar a ningún enfermo sobre cómo soportar lo suyo, bien lo enfoque como batalla, como desgracia o como tránsito hacia una nueva fase. Los ejercicios moralizadores, al que sufre, le molestan más que le ayudan.
Nadie debería nunca aconsejar a ningún enfermo sobre cómo soportar lo suyo, bien lo enfoque como batalla, como desgracia o como tránsito hacia una nueva fase
Así que 307 diputados apoyaron un texto del PSOE que incluía una serie de precisiones semánticas que se recomienda aplicar en adelante.
Los zumbados siempre recurren en estos casos a alguna referencia a la neolengua porque 1984 se encuentra entre sus libros de cabecera, de entre todos los que no han leído. Diría que aquí el problema es competencial. Ningún partido debería tener potestad para modificar la semántica de las palabras ni aceptar las presiones de grupos de interés para alterar el diccionario por cuestiones particulares, incluso aunque se consideren justas.
El idioma es propiedad de toda la sociedad y rara vez un partido lo altera por el bien de sus hablantes. Los precedentes de este Gobierno son escabrosos. Para muestra, un botón. Hasta hace unos años, la palabra 'negacionista' se utilizaba para definir a los falseadores de la historia que rechazaban el holocausto judío. Es decir, a los neonazis. Personas extremistas, excéntricas e indeseables.
No hace mucho, Pedro Sánchez compareció en Moncloa y aplicó esa palabra al Partido Popular y a Vox por rechazar “la agenda social” de su Gobierno. ¿Equiparaba así a los dos partidos de la oposición con quienes niegan la existencia de cámaras de gas en los campos de concentración y los guetos de Varsovia y Cracovia? ¿Deshumanizaba a estas formaciones para reivindicarse? La intención es obvia y escandalosa.
La desinformación
Algo similar sucedió con la palabra 'desinformación'. Este ejemplo tiene una especial enjundia, dado que bajo este paraguas se incluyeron, en un principio, todas las patrañas que alejaban a la opinión pública del territorio donde habita la verdad. Dado que los países comenzaron a hacerse la puñeta entre unos y otros a través de los medios digitales, la 'desinformación' se convirtió en un problema internacional a partir de la década de 2010. Los yanquis hablaban de misinformation, Macron, de infox... y aquí, en España, de bulos.
Con ese término sucedió algo parecido a con el famoso discurso del odio. Ahí se incluyeron cuestiones relevantes, pero también se añadieron otras, con el paso del tiempo, cuyo debate le incomodaba a los gobiernos. El de Pedro Sánchez no fue una excepción. Podría decirse incluso que fue especialmente hábil a la hora de manipular este concepto y evolucionarlo.
En 2024, tras estallarle varios casos de corrupción alrededor, recurrió a una expresión de Umberto Eco –la máquina del fango– para dotar de diferentes matices semánticos al término 'bulo', que a partir de ese momento se convirtió en una palabra que definía todo aquello que el PSOE consideraba que era mentira, aunque fuera cierto.
Los hechos perdieron relevancia y la verdad comenzó a cuestionarse desde el momento en que alguien consideraba que era un 'bulo', aunque no tuviera más pruebas sobre su veracidad. Si una noticia la publicaba un medio de la fachosfera –otro término acuñado desde la máxima responsabilidad lingüística–, se presuponía que era un bulo y que, por tanto, leerla implicaba el riesgo de estar desinformado.
El Gobierno criminalizó incluso los recortes de prensa, los cuales, llenos de falsedades, impulsaban denuncias de pseudo-sindicatos como parte de una maniobra de lawfare con la que 'lobbies oscuros' pretenden conseguir un cambio político en el país. Léanse los términos en cursiva y obsérvese la extrema responsabilidad con la que este partido emplea el lenguaje y lo emplea como arma para exculparse cuando le conviene o para batallar contra quien le cuestiona.
Violencia y emergecia
Podría abundarse aquí en la forma en la que han vaciado de significados términos con cierta solemnidad, como 'violencia' o 'urgencia'. El independentismo llegó a definir como “violencia simbólica” un escrito en defensa del español en Cataluña, como lengua común de todos sus habitantes. Cuando media España se quemaba este verano, se nos advirtió de la necesidad de invertir cientos de millones de euros en solucionar la “emergencia climática”, sin tener en cuenta que ese término es definitorio de las situaciones que corren prisa o son de vida o muerte. En esa ocasión, no se pensó que a Pedro se le comió el lobo porque, de tanto alertar, todos sus paisanos dejaron de prestar atención a sus alertas.
Diría que es más peligroso que un Gobierno regule sobre la semántica de la 'memoria' –que es personal, subjetiva e intransferible'–, o sobre las formas correctas o incorrectas de apelar al 'odio', que el mero hecho de que alguien recurra a la palabra 'cáncer' para definir el papel de un partido en una sociedad.
Diría que es incluso recomendable que la emplee para definir el papel en la sociedad de los grupos que hicieron perder el tiempo a la Academia con consideraciones inventadas e innecesarias sobre el 'lenguaje inclusivo'. No por interés en proteger a nadie, sino por conseguir un mayor porcentaje de voto femenino.
Si un gobernante quiere mejorar la calidad de vida de los enfermos, lo lógico es que invierta en Sanidad y que busque estrategias para que reciban una mejor atención. Del mismo modo, si necesita que las cartas y los paquetes lleguen a tiempo, lo suyo es que apueste porque Correos lo lidere un profesional; y no un amigo informático que gestiona como un auténtico incompetente.
En cualquier caso, cabría recomendar a la mujer del aludido que después del gesto vacío y moralizante de esta semana en el Congreso, que intenta arrebatar a los hablantes su poder sobre el lenguaje para moralizar y entretener, se pusiera a reivindicar el final del amor ciego de algún exministro, del virus del populismo, de la infección de corrupción o del discurso esquizofrénico y enfermizo.
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