Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner son los autores de Freakonomics, un divertido libro que recoge los resultados de trabajos académicos sobre asuntos poco estudiados de la economía. Referencian, sobre todo, investigaciones que han usado novedosas metodologías que, siendo disruptivas, no pierden rigurosidad. Para que se hagan una idea del contenido, estos son los títulos de algunos capítulos: ¿Qué tienen en común un maestro de escuela y un luchador de sumo? ¿En qué se parece el Ku Klux Klan a un grupo de agentes inmobiliarios? o ¿Por qué continúan viviendo los traficantes de drogas con sus madres? Sin duda, este último es de los más interesantes porque esclarece el funcionamiento del narcotráfico en tanto empresa que busca rentabilidad económica.

El capítulo explora una aparente paradoja: si el narcotráfico es un negocio tan rentable, ¿por qué muchos traficantes no se han independizado y mantienen vidas similares a las de otros trabajadores precarios? El desarrollo de la investigación, según cuentan sus autores, se sustenta en los libros de "contabilidad" de una pandilla a los que tuvo acceso el sociólogo Sudhir Venkatesh en el marco de un trabajo etnográfico que llevó a cabo en una zona marginal de Chicago. De ahí se desprende que la mayoría de los vendedores de pasta base de cocaína (crack) ganan sueldos extremadamente bajos y enfrentan altísimos riesgos de muerte o encarcelamiento. Señalan que esta contradicción se sustenta en la estructura del narcotráfico, semejante a la de una "empresa jerárquica" donde solo los líderes obtienen beneficios significativos, mientras los miembros de base sobreviven en condiciones precarias, motivados por la esperanza de ascender algún día. Por eso los "camellos" viven con sus madres, no por comodidad, sino por necesidad económica.

El texto desmonta el estereotipo del narcotraficante rico y glamuroso, revelando una economía basada en la desigualdad interna y en la explotación estructural. Al aplicar una mirada cuantitativa a un fenómeno criminal, los autores muestran la racionalidad económica detrás de comportamientos que suelen considerarse irracionales o puramente delictivos.

Recordé este episodio ante la insistencia del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de cometer asesinatos en aguas internacionales para evitar que los narcos engañen a sus compatriotas haciéndoles creer que el polvo blanco que se meten por la nariz es alimento. Parece obvio que se trata de una estrategia por demás ineficiente, pues el narcotráfico es una industria muy compleja que no se puede controlar únicamente atrapando vendedores o matando transportistas, mientras los financieros y grandes empresarios de la droga no son debidamente investigados. Es tan absurdo como si las autoridades españolas juzgasen que, para acabar con las organizaciones marroquíes que controlan la producción de hachís en la zona de Ketama, habría que bombardear las narcolanchas que cruzan el producto por el Mediterráneo. Además de matar de forma impune a personas que están en el último escalón del negocio —y que posiblemente vivan con sus madres—, lo único que se conseguiría sería que, por ejemplo, Abdellah El Haj Sadek —el Messi del hachís— intensificase el uso de vías alternativas, ya fueran camiones, pesqueros, culeros —transportistas a los que el grupo de música Extremoduro rinde homenaje en Menamoro— o cualquier otra que pudiese idear para entregar a tiempo el producto y satisfacer a su fiel demanda.

En definitiva, si nos ceñimos a lo que el narcotráfico tiene de negocio, esas medidas equivaldrían a pretender acabar con el oligopolio que ha montado Amazon eliminando a las personas que entregan paquetes o a los conductores que aparcan las furgonetas en doble fila para responder a la necesidad de dopamina de los compradores y a las exigencias de la empresa. Una mayoría de la opinión pública considera poco eficiente la estrategia de matar moscas a cañonazos, pero en lugar de enmendarla, el actual gobierno de EEUU insiste en ella y redobla la apuesta hasta el extremo de sumar a la misión al portaaviones USS Gerald R. Ford, una embarcación que costó 13.000 millones de dólares –un poco menos que los presupuestos generales del Estado de varios países de América Latina– y que tenerlo navegando cuesta entre seis y ocho millones de dólares diarios.

Lo más eficiente para debilitar el negocio de la cocaína sería espiar los numerosos paraísos fiscales en los que se lavan las ganancias del narcotráfico"

En mi opinión, ya que están en el Caribe, lo más eficiente para debilitar el negocio de la cocaína sería usar las sofisticadas herramientas de inteligencia de la flota naval para espiar a los numerosos paraísos fiscales en los que se lavan las ganancias del narcotráfico: no perdamos la perspectiva de que se trafica con cocaína porque da mucho dinero y que los crímenes, al fin y al cabo, son solo una manera más de aumentar la rentabilidad. Se trata de islas muy bien conectadas con el sistema financiero internacional, sobre todo con uno de sus centros, la City de Londres, donde no parece importar el origen de los fondos. Si les preocupase, con seguridad ya habrían usado su influencia en la Cámara de los Comunes del Reino Unido para promover la legalización de la cocaína. Estoy seguro de que un buen grupo de parlamentarios y sus asesores habrían apoyado la iniciativa, a juzgar por los resultados de las investigaciones que encontraron restos de cocaína en 11 de los 12 baños del Parlamento.

Se me ocurre también que, ahora que los narcotraficantes son "terroristas", y que su actividad afecta a varios países de la OTAN, debería montarse un operativo conjunto entre distintos países del Atlántico Norte. Sugiero que una de las primeras medidas sea la militarización y bloqueo naval de los puertos desde los que se distribuye la cocaína a Europa. Pueden comenzar con Rotterdam, ubicado en ese paraíso fiscal en medio de la Unión Europea que son los Países Bajos (facilidad financiera que, sin duda, ha influido en la instalación de mafias en su territorio) y luego seguir con el puerto de Amberes, ubicado en Bélgica. Este país, según una carta abierta publicada por una magistrada, vive una serie de problemas que coinciden con los de los países latinoamericanos afectados por el narcotráfico. En ese texto se dice que en Bélgica hay una amenaza organizada que mina las instituciones y que las estructuras mafiosas se han convertido en una fuerza paralela que desafía no solo a la policía, sino también al poder judicial, con el peligro que ello implica para el sistema democrático. Incluso llega al extremo de alertar de la posibilidad de que el territorio sede de las instituciones europeas transite a un narcoestado, por causa de una multimillonaria economía ilegal paralela que está permeando las instituciones e intimida a la justicia a través de distintas formas de violencia.

No hay que olvidar que la cocaína como problema debe ser abordado tomando en cuenta la oferta y la demanda, sus consecuencias en la salud pública o que la violencia que genera se debe a su prohibición; pero, sobre todo, hay que tener en cuenta que se trata de un asunto global. En esto último se diferencia del fentanilo que afecta principalmente a EEUU, aunque el gobierno de ese país insista en meter todo en un mismo saco. Además, los expertos asocian el fentanilo a la llamada crisis de los opiáceos, cuyos orígenes están en el interés corporativo de la industria farmacéutica norteamericana, la ineficacia de las agencias de regulación de los propios EEUU y un contexto donde el acceso al sistema de salud es muy restrictivo para los más pobres y se centra, sobre todo, en atajar el dolor con calmantes, no en curar o tratar las enfermedades.

Pero bueno, si el gobierno de EEUU considera que el problema se soluciona con el control del producto, sugiero que Trump autorice operaciones de la CIA en territorio de China e India, países proveedores de los insumos con los que se fabrica el fentanilo, una operación que debe hacerse con mucho cuidado porque si la cosa termina en un ataque desde el aire a las fábricas químicas, como se hacía con las plantaciones de coca, entraríamos en una guerra mundial.


Francisco Sánchez es director del Instituto Iberoamericano de la Universidad de Salamanca. Aquí puede leer todos los artículos que ha publicado en El Independiente.