En la televisión pública española se justificó la violencia el pasado viernes. Había llovido mucho desde la última vez. Tanto, que los oídos de los espectadores podrían estar desentrenados. Hubo un tiempo en el que ese tipo de reacciones eran habituales en este país. Cada vez que los terroristas de ETA volaban la cabeza a algún concejal, los medios subrayaban que todas las fuerzas políticas habían condenado el asesinato, salvo la izquierda abertzale, que se había limitado a “lamentar las víctimas” que provocaban “las diferentes formas de violencia” que se registraban durante el conflicto entre Euskadi y España. Cayeron 900 personas en esos años y los padres políticos de Bildu todavía las consideran poco menos que un daño colateral de una guerra entre opresores y oprimidos.

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La perversa dialéctica que gobernó ese discurso durante aquellos años se aplica actualmente al conflicto entre los antifascistas y los fascistas. ¿Y quiénes son estos últimos? Es una gran pregunta. Digamos que la semántica del término se ha modificado durante los últimos años, de modo que ya no sólo define al autoritario que defendía el exterminio de toda opción política contraria a la suya, con o sin violencia, como nazis, fascistas o falangistas, sino que también abarca a todos aquellos que disienten de las doctrinas estatalistas y morales de la izquierda contemporánea. En el catálogo actual del fascismo tienen perfecta cabida un periodista crítico, un economista liberal o un propietario que desee desahuciar a un inquilino que no paga.

En el catálogo actual del fascismo tienen perfecta cabida un periodista crítico, un economista liberal o un propietario que desee desahuciar a un inquilino que no paga.

No hay debate posible sobre este asunto. Si alguien es etiquetado como 'fascista', ha de asumirlo sin protestar, aunque le hayan asignado el calificativo simplemente por mostrar su disconformidad con la utilidad del Ingreso Mínimo Vital o con el discurso que niega la existencia de la ley de la oferta y la demanda en el mercado de la vivienda. Quien no comparte los mismos códigos morales y doctrinas, con exactitud, es proclamado como fascista. Durante la Revolución Cultural de la China maoísta, llegaron a tildar de 'derechista' a quien poseía dos camisas o a quien almacenaba en su estantería obras diferentes a El libro rojo, que contenía todo el saber necesario. Ante eso, se convocaban sesiones de autocríticas y se justificaban palizas por parte de las milicias estudiantiles. ¿Y qué hacen sus herederos ideológicos? Es una buena pregunta.

Vito Quiles, en su intento de ser Charlie Kirk

Resulta que Vito Quiles, en su penoso empeño por importar la causa de Charlie Kirk, convocó un acto el jueves, en la Universidad de Navarra, para dirigirse a sus seguidores, que son unos cuantos. La actividad no fue autorizada por la institución académica, por lo que no debía haberse celebrado. El caso es que ese espectáculo circense fue boicoteado por algunas decenas de encapuchados, abertzales, que acudieron al campus con ganas de pegar patadas. Tal era su efusividad que a un periodista de El Español le dieron una paliza, sin que se conozca la existencia de manifiesto alguno en contra de esta acción por parte de quienes distribuyeron, en 2024, aquel en contra "del golpismo mediático y judicial".

El tumulto del jueves no es el único que ha vivido el País Vasco en los últimos tiempos. El pasado 12 de octubre, un grupo de falangistas reventó una marcha que se había convocado en Vitoria contra el Día de la Hispanidad. Como es lógico, hubo unanimidad en la mesa de contertulios del programa de Javier Ruiz al referirse a los ultras y a su asquerosa respuesta. No sucedió lo mismo con el acto de Quiles. La tertuliana Laura Arroyo justificó lo sucedido. "Eso se llama autodefensa y creo que las personas que somos víctimas de estos reaccionarios tenemos derecho a ella", afirmó. El presentador se deshizo en adjetivos peyorativos hacia Quiles -en transición oportunista entre reportero y agitador-, pero es cierto que censuró esa opinión.

Si Pablo Iglesias no miente, Arroyo participa en las tertulias de RTVE porque así lo negoció Podemos, a cambio del apoyo al Gobierno en todo lo relacionado con la televisión pública. Arroyo forma parte de la empresa -privada- que preside Iglesias, al igual que los varios trabajadores de Canal Red -él incluido- que comparecen con frecuencia en las mesas de actualidad de la corporación. Por tanto, encontramos aquí un claro ejemplo de utilización de lo público en favor de los intereses de un empresario, quien, casualmente, suele proclamarse como un gran defensor del interés general y de la necesidad de engrosar lo estatal.

Moncloa acepta esta situación por el mismo motivo que tantas otras veces: porque necesita esos votos en el Congreso. En este caso, además, se añade otro factor, y es que estos contertulios extremistas le sirven para generar tensión, para confrontar a los españoles y para agigantar la cada vez mayor brecha que separa a los alineados con el bloque de investidura y a quienes se ubican en el espectro del PP y Vox.

Ambas posturas son legítimas, faltaría más. El problema es que a la que se halla a la derecha se le encuadra cada día, desde RTVE, en el terreno del “fascismo”. No sólo al partido liderado por Santiago Abascal, donde moran nostálgicos falangistas, que no lo ocultan. También a la centroderecha. El propio presidente del Gobierno les ha llegado a definir como “negacionistas”, palabra especialmente cruel e hiriente que, al igual que el término 'fascista', hoy se aplica de forma indiscriminada.

¿Y qué sucede si un votante del Partido Popular es calificado de 'negacionista' o de 'fascista'? Es de suponer que, entonces, podrá ser repelido en el espacio público por parte de algún grupo de “autodefensa” como difusor de doctrinas inadecuadas. O sea, lo mismo que se hacía hasta ahora en municipios vascos con los mítines de los partidos constitucionalistas -”los queremos fuera de nuestra comunidad”; “vienen a provocar”-, pero quizás, a partir de ahora, en el conjunto del país.

RTVE paga actualmente a varios tertulianos que respaldan ese argumento e incluso los defiende en comunicados firmados incluso por su propio presidente. El presentador Jesús Cintora no sólo sienta en su mesa, a menudo, a extremistas de Canal Red, sino también a gente como José Miguel Villarroya, que en canales dirigidos por antenas pro-rusas en España ha llegado a justificar la “desnazificación” de Ucrania. Quien tenga algo de memoria, recordará que los sindicatos que aplauden estas cosas exigieron -con éxito- que Juan Ramón Rallo dejara de colaborar con RTVE, al considerarle un fascista.

¿Qué pretende el Gobierno con la exposición de voceros como Arroyo y Villarroya -que son comunistas de viejo cuño en realidad-, que llaman en algunos casos al conflicto civil, en la televisión pública? Es obvio que sembrar la discordia. Y es difícil saber si este camino que ha emprendido España, hacia un lugar donde la democracia es de mucho menor intensidad, tiene vuelta atrás.

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