Las comparaciones son odiosas, pero el 11 de febrero de 2019, mientras el Tribunal Supremo preparaba la primera sesión del juicio a los organizadores de la consulta del 1-O, con el país doliéndose todavía por esa fractura, el director de El Nacional, José Antich, escribió una columna en la que calificó aquello como un proceso a Cataluña y a la democracia. “El Estado ha tratado de quebrar el movimiento independentista con todo tipo de armas, algunas visibles y otras no tanto”, expresó, mientras dudaba de los cargos que se imputaban a Oriol Junqueras y compañía, y denunciaba los errores de la instrucción.

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Los 'paracaidistas' de Cataluña que aterrizaron aquellos días en el Alto Tribunal escribieron sus crónicas bajo esa premisa: aquello no versaba sobre rebelión, la sedición o la malversación. Lo que se juzgaba en realidad era la libertad para ser independentista y el derecho a la autodeterminación, decían. La política opacó los hechos y, cuando eso ocurre, lo fáctico suele perder relevancia en favor de lo emocional. Los debates dejan de ser civilizados y se acaba por encumbrar a pintamonas.

Quien quiera entender los mecanismos que se emplean para fijar 'el relato' de la España contemporánea, debería mirar hacia la Cataluña de hace una década. No sólo por el espíritu mesiánico del que se intenta dotar a sus presidentes o por el sometimiento forzoso al poder de los medios públicos y voluntario --BDSM-- de una gran parte de los privados, bien regados con recursos públicos, sino también por la forma en la que la propaganda ha conseguido que la conversación se centre casi en exclusiva en lo que le interesa al 'aparato'. El juicio a Álvaro García Ortiz ha derivado en bochorno. Tanto, que habrá ciudadanos que, tras muchas horas de exposición a las tertulias, se preguntarán qué hacía allí ese hombre, si todo esto iba del fraude fiscal del novio de Díaz Ayuso.

Pero..., ¿qué se juzga aquí?

Aunque a estas alturas parezca lo contrario, el objeto del procedimiento no ha sido Miguel Ángel Rodríguez ni las cloacas del Estado ni el derecho al secreto profesional de los periodistas. El acusado se sentó el miércoles en el banquillo para defenderse de un cargo de revelación de secretos después de que se filtrara un correo que el abogado de Alberto González Amador había intercambiado con la institución que preside, ante la existencia de indicios que apuntan a que él mismo pudo ser quien lo aireó.

El presunto fraude fiscal no se juzgaba aquí. No será relevante durante la deliberación del tribunal, como tampoco lo será el contexto político en el que se produjeron esos hechos, ni mucho menos la forma en la que ejercen hoy el periodismo los salvadores del oficio y de nuestras almas. Los únicos reporteros que no sólo protegen a sus fuentes, sino que hacen gala de ello e incluso intentan dotar de cierta épica a lo que no deja de ser una parte rutinaria del trabajo de todo plumilla.

¿Por qué se entremezclan, entonces, lo relevante y los elementos accesorios? Elemental, querido Watson: porque interesa. Porque la estrategia del Gobierno y de gran parte de la oposición siempre ha sido la de presentar este juicio como un proceso político. Como la de los miembros de un complot contra el bien, que encarnan el Consejo de Ministros y todos aquellos a quienes situó al frente de las instituciones.

No es casualidad que el presidente apareciera el pasado domingo en El País para reivindicar la inocencia de García Ortiz y romper su deber moral de neutralidad. Quería presentarlo como uno de los suyos; como uno de sus chicos de confianza. Como alguien que depende de él y a cuyo dolor no es ajeno. Al igual que el independentismo hablaba en 2019 de un “proceso del Tribunal Supremo contra Cataluña”, el PSOE vende ahora que todo esto no es más que el fruto de las maniobras constantes de los lobbies oscuros para intentar hacer caer al Gobierno por lo civil o por lo criminal.

Deslegitimar al Tribunal Supremo

Así, y sólo así, se podrá utilizar la sentencia para deslegitimar al Alto Tribunal –si es condenatoria-- o para justificar las próximas maniobras expansivas por parte de Sánchez si es exculpatoria. La dinámica del procés es idéntica a la del peronismo: trata de aprovechar todos los ingredientes que están sobre la mesa para cocinar el futuro tal y como le interesa a quienes están en el poder, sean estos dulces, amargos o picantes. Entre medias, la propagada se encarga de que resulte apetitoso sea cual sea su composición. Por eso no se puede descartar de que si García Ortiz sale indemne de ésta, se intente hacer tragar a los ciudadanos, con cuchara o tenedor, que todo esto fue parte de una conspiración.

Sería la consecuencia lógica de haber aplicado a todo el país la dinámica sentimentaloide e idealista que rigió el proceso soberanista: una fórmula tramposa, capaz de convertir en héroes a los matarifes del orden constitucional y de transformar en un auto de fe cualquier proceso judicial contrario a los intereses de quienes dirigen el cotarro. La politización de la sociedad genera siempre monstruos. Quizás, tras estas semanas de despiste, cuando se publique la sentencia, surja uno peor que todos los anteriores.

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