Confieso una nostalgia creciente -y quizá injusta- por aquellos delincuentes de guante blanco que la literatura, el cine y hasta cierta memoria sentimental de nuestra juventud han elevado a la categoría de artistas del crimen, esa raza de tipos listos, guapos y arrojados entregándose, dignísimos y sagaces, a los brazos del delito.

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Por si acaso me lee algún fiscal indiscreto, no hablo, claro está, de los facinerosos que vaciaban cajas fuertes con dinamita, reventaban huchas del Domund o vaciaban los cepillos y los economatos de las parroquias, sino de aquellos ladrones improbables, de los hijos descarriados de la elegancia que parecían combinar, como pocos, la buena escuela, los malos instintos y un exquisito gusto para perpetrar sus fechorías.

Igual que nadie fue capaz de arrullarnos mientras nos echaba mano a la cartera y a la mujer como lo hicieran Sinatra y Dean Martin con un vaso de malta en los tiempos del Rat-Pack, ahora, entre tanta zafiedad, bochorno de jineteras y holocausto de gambas congeladas y chupitos de anís, nos resultaría muy complicado mirar a los malos, observar a nuestros golfos contemporáneos sin musitar un solidarísimo ¡pobres de nosotros! con una sonrisa helada y un agujero en la chapa de nuestro patriotismo.

“No juzgues un libro por su portada”, nos dicen, mientras sabemos que Koldo usaba pantalón pirata y cholas como uniforme en el after-work, entre luces de colores;por la maleta se conoce al pasajero”, nos grita el refranero español, mientras vamos leyendo que los encuentros de José Luis con intermediarios, que los simposios de la trama con los contratistas jeltzales y el trasiego de sobres y magistraturas se perpetraban en reservados de marisquerías y en pisos francos de los ensanches, entre blazers de tergal y mezclilla, humos de asaduras y botellas de El Coto, que nos hacen añorar ya, resignados, a ese Cary Grant en Atrapa a un ladrón, deslizándose por los tejados de la Costa Azul con aquellos zapatos a medida de su afilada ironía y unas chaquetas de tweed con las que terminaría abrazando a Grace Kelly, bajo la indiscreta mirada de Rainiero de Mónaco y su estirpe de piratas.

No busquéis el guante blanco, las lanas de Donegal o la escuadra y el cartabón entre los nuevos pandilleros. Incluso, en esta hora de espanto ante las formas groseras y la burda finezza de estos nuevos sindicatos del crimen que nos asolan, -en lo que va desde las imperdonables trampas con las mascarillas a la ortodoxia canónica de los episodios de coimas y comisiones por obras públicas desvelados en wasaps-, habrá quien extrañe -ay- a David Niven en Caballero y Ladrón, delinquiendo con más aplomo que maldad, casi con la cortesía de quien no quiere molestar demasiado, como paliativo a la nítida sordidez de esa imagen de Santos Ferraz con la parienta en la planta de Oportunidades del Corte Inglés, eligiendo la mesilla de noche a juego con el sinfonier.

Qué pobreza de imaginación, qué miseria de ambición criminal y qué bajeza de rufianía y desperdicio de dinero robado. Y pobres de nosotros, espectadores resignados de una actualidad donde hasta los malos parecen ninots de una falla valenciana

Igual que pasara antes con Zaplana, con el Pocero, con Correa o con ese tycoon sureño ya casi olvidado que fue El Paloma, tampoco ahora los Aldamas, el Alcalde de Fines o Jordi Pujol Jr., (cuya comparecencia, tiempo atrás, en las Cortes Catalanas para explicar el insolente tamaño de sus garajes llenos de deportivos carísimos se recuerda como uno de los episodios más extraordinarios del parlamentarismo regional), habrían podido compararse con aquel Thomas Crown interpretado por Steve McQueen, que nos puso ante los ojos la figura irresistible del millonario que roba por puro aburrimiento y frente al dilema vital de arriesgar una posición social excelsa por un delirio estético transitorio, por un juego caprichoso más excitante que la recompensa venidera del botín.

Si hoy vamos viendo desfilar en los sumarios judiciales chicas de catálogo, motos de agua, tatuajes, zirconitas y amantes despechadas con algunos meses cotizados en Renfe Mercancías, nuestra vena prosaica se excita pensando que tampoco la literatura escatimó en personajes y episodios propicios para el despliegue de esa elegancia delictiva a los que esta nueva hornada de hampones, a los que nuestro Código Penal entusiásticamente regala el calificativo generoso de “organización criminal”, no podría hacer sombra ni en el más genial de sus desafueros delictivos, por una manifiesta incapacidad genética para el buen gusto y una minusvalía paralizante ante lo bello.

Ahí está, por todos los delincuentes literarios, el buen Raffles, el caballero ladrón de E.W. Hornung quien, entre crimen y crimen practicaba un deporte tan británico, excelso y aburrido como el criquet, lo que sin duda le predispuso a buscar la emoción perpetrando robos con estilo y champán. O aquel Arsène Lupin, en los relatos de Maurice Leblanc, que convertía sus golpes en milimetradas coreografías donde la inteligencia era más letal que cualquier arma, incluso el contemporáneo recurso a las cabeceras de medios amigos, las tarjetas de crédito sin límites o a los fondos del partido distribuidos en furgones rebosantes de efectivo.

Incluso cuando la modernidad nos cambió a Robin Hood o a Wilkins Micawber, el amigo sablista de David Copperfield, por personajes más proteicos como Danny Ocean, el crimen siguió siendo un ejercicio de geometría, humor y trajes bien cortados, un espectáculo de maleantes generosos y distinguidos que cultivaban con dedicación y gozo un cierto cursus honorum del delito, una estética de lo ilícito incompatible con el ultraje de robar -qué sé yo- las joyas de Napoleón del Louvre con una plataforma elevadora de obra.

Del Tragabuches de Écija a José María el Tempranillo, del Dioni a Cásper, la excepcionalidad española, ese pulsión nacional por lo pintoresco, ha terminado por actuar, también, como una yunta uncida por nuestros criminales, acabando por imponernos un canon de malhechor desprovisto de todo horizonte espiritual y portador de un filisteísmo yermo para la épica criminal, tan astuto para escapar al compliance de los Ministerios como torpe para exhibir cartera, naipe y ordinariez en la Comunión de la niña, en las vacaciones en Matalascañas o en la visita del Papa a Valencia.

Coimas, comisiones, mordidas, contratos simulados, tarjetas opacas, sobres, maletines con cinta de embalar, latas vintage de Cola-Cao con dinero negro en el jardín; una galería de horrores groseros con protagonistas que no exhiben astucia, ni prudencia, ni una mínima pulsión por la sofisticación, y que harían llorar, incluso, al más indulgente de los guionistas de Los Soprano.

Frente a la compasión o el respeto que despertaría en nuestras almas de antisistemas una cierta pose de glamour, dos destellos de inteligencia criminal o la discreta satisfacción del delincuente sagaz cazado con un ejemplar de las Obras Completas de Horacio en los bolsillos, el panorama nos devuelve un relato grotesco de matonismo, abuso de germanía, masacre de diccionarios y juego de trolleys viajeros, un escaparate de chalecos multibolsillo, scorts y mocasines de saldocon; personajes más propios de un parte policial en un relato de Plinio que de las novelas protagonizadas por Four-Square Jane, la heroína victoriana que creó Edgar Wallace mientras escribía el primer guion de Kink Kong, y que robaba a los avaros empresarios para compensar a los niños desvalidos.

Qué pobreza de imaginación, qué miseria de ambición criminal y qué bajeza de rufianía y desperdicio de dinero robado. Y pobres de nosotros, espectadores resignados de una actualidad donde hasta los malos parecen ninots de una falla valenciana.

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