El fallo condenatorio del Supremo al fiscal general del Estado ha caído como una bomba sobre el Palacio de la Moncloa. Su onda expansiva ha alcanzado a los círculos de la izquierda judicial militante, que no ha dudado en sumarse a las descalificaciones de brocha gorda de políticos como Óscar López, Pablo Iglesias o Gabriel Rufián. Les ahorro las citas.
Pero no me resisto a mencionar el caso de un hombre que se ha convertido en el referente oficial de la izquierda más rancia cuando se habla de tribunales. José Antonio Martín Pallín, magistrado emérito del Tribunal Supremo, se despachó el viernes en Espejo Público calificando de golpe de Estado el fallo de la misma Sala en la que ejerció como juez durante 17 años. El argumento para sustentar esa atrevida tesis no puede ser más peregrino: tras el fallo condenatorio, el PP pidió el adelanto electoral, ergo los miembros de la Sala (exceptuando a las dos magistradas que emitirán voto particular) han actuado con un fin político. ¿Cómo es posible que alguien que ha atesorado los méritos y conocimientos suficientes como para ingresar en el sancta sanctorum de la Justicia pueda defender un planteamiento tan simplón? Es un misterio.
Entre los jueces y fiscales autocalificados como 'progresistas' ha prendido esa idea. Como el calificativo de lawfare se les queda corto, han subido un escalón en la gradación política de lo que a sus entendederas ha sucedido este 20N: se trata de un "golpe blando".
Todavía no conocemos la sentencia, pero ya hay un juicio, o mejor un prejuicio, sobre la misma. Vivir en el mundo de los prejuicios es lo que tiene. No hace falta pensar. Si se trata de algo que perjudica o daña a uno de los nuestros, es malo. Si es al contrario, es bueno. Cincuenta años después de la muerte de Franco se ve que algunos no han avanzado mucho.
La ofensiva contra el Supremo, sobre todo cuando proviene del Gobierno o de dirigentes políticos con cargos institucionales, es grave porque socaba la base del Estado de derecho. Extiende entre la población la desconfianza en la Justicia y abona la idea de que las decisiones de los jueces dependen de su color político.
Así que resulta chocante que mientras se organizan actos en el Palacio Real o en el Congreso en conmemoración del 50º aniversario de la reinstauración de la Monarquía, y Felipe VI llama a recuperar el "consenso", media España se zurra con la otra media a cuenta de la condena por inhabilitación a un señor del que muchos ciudadanos no tenían conocimiento de que existía.
Este será, no lo duden, uno de los grandes legados que dejará Pedro Sánchez para la posteridad. Porque en este caso ha sido él el principal defensor de la idea de que García Ortiz era inocente sin ningún tipo de duda. Ha habido condena, luego los "fachas con toga" lo han vuelto a hacer. Carles Puigdemont se está relamiendo de gusto viendo a estos propagandistas de la prevaricación del Supremo darle la razón con seis años de retraso.
Al presidente le interesa tensionar, polarizar, para que cada sentencia sea interpretada sólo en clave política
Mi pregunta es: ¿hasta dónde se va a llegar estirando la cuerda? No me imagino lo que dirán los que ahora se rasgan las vestiduras si el hermano del presidente o su esposa resultan condenados. Ellos, que también, como García Ortiz, han sido declarados inocentes por el presidente del Gobierno. Un dirigente socialista me comentaba el viernes que, tras conocerse el fallo del Supremo sobre el fiscal general, se movió en grupos de WhatsApp de gente de su partido la idea de convocar una manifestación en la Plaza de las Salesas. La convocatoria no tuvo mucho eco, quizás porque ya hace un poco de fresco cuando anochece en Madrid, pero ya se está cociendo la petición popular de indulto para el fiscal general. Como decía esta semana en esta columna, Sánchez no va a dejar tirado a García Ortiz. Se lo debe.
Pero no se equivoquen. Lo que busca el presidente con la excitación de sus acólitos no es devolver el prestigio a la Fiscalía, o recuperar el honor perdido del fiscal general, no. Esa es sólo la excusa, para la que viene de perlas que el demandante sea el novio de Díaz Ayuso, ya saben, el "defraudador confeso". Lo importante es que la tensión nos haga perder de vista el lodazal en el que estamos metidos. Mientras se discute de si hubo filtración o no de datos reservados, se nos olvida la trama corrupta de los amigos Santos Cerdán y José Luis Ábalos, dos ex secretarios de Organización del PSOE. No se olviden que mientras que Antonio Hernando acudía a la cumbre de Ferraz con Cerdán, Leire Díez y Pérez Dolset para "limpiar la justicia caiga quien caiga" por orden del presidente, la Paqui arrasaba en El Corte Inglés. De lo bueno, lo mejor.
La democracia tiene estas cosas. Lo estamos viendo en otros países, como en Estados Unidos con Trump. A veces hay políticos que creen que ganar unas elecciones (en el caso de Sánchez ni siquiera eso) les da derecho a invadir otros poderes del Estado, a convertirse en autócratas sin controles. Estos personajes son un test para la democracia. En nuestro caso recuperada tras casi 40 años de dictadura gracias a la sensatez del pueblo, la inteligencia de la clase dirigente y el olfato del rey, y ahora vapuleada por alguien que es capaz de todo con tal de permanecer en el poder. Lo que de verdad me preocupa es si nuestra democracia aguantará esta prueba de resistencia.
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