Los 50 minutos que duran los tres capítulos de Silencio, la nueva serie de Eduardo Casanova, son la sublimación de la estupidez. No lo digo a malas, pero es que nada de lo que aparece en pantalla guarda una mínima coherencia. A uno le pueden reír las gracias durante una parte de su vida y financiar las ocurrencias, pero si de verdad el autor quisiera aspirar a crear algo interesante, debería comprender que la estética y la pose no dotan de contenido a una obra. Un vaso vacío lo está igual si su cristal es transparente que si está pintando de rosa.

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Alguna voz amiga debería hablar con él y hacerle reflexionar. No lo digo sólo por sus películas, sino por su actitud. Casanova visitó la semana pasada el programa de David Broncano y su exposición fue ridícula, pero, sobre todo, su actitud, constantemente a la búsqueda del contacto con el presentador. “Ay, que te cojo la churra”, le llegó a decir, estirando la mano, mientras el responsable de La Revuelta transmitía incomodidad con pasos hacia atrás. 

Explicó allí el cineasta que la idea de Silencio surgió de una ONG que trabaja para minimizar el estigma que sufren los enfermos de sida, algo que ha quedado fuera del debate y que parece interesante abordar. Hubo quien lo hizo con acierto en Philadelphia o en la fantástica Dallas Buyers Club. Es de suponer que en este momento histórico, en el que los datos de fallecidos son infinitamente menores que en los primeros 80, pero en el que todavía hay enfermos, puede resultar interesante rescatar el tema.

Desmadrado

Casanova no renuncia a su estilo en esta serie, como tampoco en sus apariciones públicas, sea en entrevistas o en alfombras rojas. Intenta cultivar el esperpento sin inteligencia. A lo mejor aspira a imitar a Nazario Luque o a Fabio McNamara, pero en realidad luce como un crío eternamente desmadrado. Como alguien más cerca de lo plomizo o sobrecargado que interesante. Hay que tomarse en serio el esperpento y llenarlo de contenido. De lo contrario, es pura ocurrencia.

Silencio sitúa la acción de su primer capítulo en la Edad Media, en tiempos de la Peste Negra, en los que también hubo brillo, como sucede en la época contemporánea, aunque no se huela en el caso concreto de esta serie. En este asfixiante medievo reside un grupo de vampiras que expresan su angustia por la carestía de sangre limpia de la que alimentarse. Conviene explicar, para los neófitos, que estas criaturas demoníacas se alimentan de plasma y que contagian a las personas a las que muerden.

Después de una primera conversación, las vampiras concluyen que, para aliviar la carga que genera la sombra del hambre, una de ellas plantea: “Hoy vamos a matar a un hombre, pero antes, vamos a copular todas con él para intentar perpetuar la especie”.

Una de las conspiradoras está enamorada de ese varón, a quien guardan en una especie de cobertizo y alimentan de vísceras. El lugar está apartado, en mitad de un bosque, elemento romántico y simbólico --Stalker-- en el que no sucede nada más. Cuando ella acude allí para advertirle de la intención del resto de las succionadoras de sangre, le confiesa que ella también es una vampira. O sea, que no es humana. El hombre no lo acepta e intenta clavarla una estaca en el pecho.

Metáfora con el sida

Ese rechazo le sirve a Casanova para establecer una metáfora con la exclusión que sufren los pacientes de VIH, a quienes se margina para el amor. Eso lleva al cineasta a hablar de despecho y de resentimiento y a plantear temas sobre los que podría aplicar ciertas gotas de inteligencia para conmover -- “querer sentir todo el rato provoca enfermedades”--, pero que cierra con su recurso más abundante: la parida. “No sabes a qué sabe la mierda. Yo sí. Además, la probé tarde, por desgracia”

Leo críticas que se centran en la interpretación de las actrices, pero soy incapaz de referirme al respecto. ¿Cómo evaluarlas? Aquí sólo hay envoltorio, chorros de sangre, reacciones histéricas y una especie de nihilismo y desencanto que, como no se acompaña de algo sólido, suena a berrinche del autor. Mientras lo expone, suenan Rocío Jurado y Camilo Sesto, un pene al aire, un cunnilingus lésbico y alguna frase lapidaria: “Yo tuve la suerte de enamorarme de una vampira a la que le gustaba comerme el coño con la regla”.

Silencio se exhibe estos días en Movistar+ --la de Javier de Paz--, una plataforma de entretenimiento familiar en la que no todo tiene que ser memorable, como en Netflix. Los catálogos de estas empresas suelen incluir películas de entretenimiento, programas infantiles, documentales livianos y algún que otro taquillazo. Lo que sucede es que Casanova peca de ambicioso, inconsciente de sus limitaciones o a lo mejor desconocedor de que lo que crea no sobresale, sino que rechina.

Lo bueno es que es joven (1991) y que todavía puede frenar esa motocicleta en la que viaja a 200 kilómetros por hora para calmarse, leer, madurar sus conceptos e intentar hacer algo acorde a su talento, que a lo mejor es enorme, quién sabe. En caso contrario, si José Pablo López se mantiene en RTVE, siempre puede pedir un programa en PlayZ. Lo que es actualmente... es eso. No es cine, es chascarrillo, Inés Hernand, una habitación recargada, pero todavía por amueblar.

Alguna voz amiga debería llamarle a capítulo, invitarle a una caña y convencerle de que, en su ámbito, no destaca más quien más grita, sino quien cuenta algo que merece la pena escuchar.

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