Sánchez tendría que hacer estas cosas (no sólo sus balances anuales sino lo que sea) de otra manera. Por ejemplo con mecedora, chimenea, nieve en las cejas, peto de cantajuegos y gafas grandes, redondas y asombradas de Rosa León. O sea una cosa entre cuentacuentos, pervertido y cantautor de jersey gordo y gomilla floja, con una audiencia de amiguitos de Espinete, de Zampo o de Eduardo Casanova. Ya no hay política, sólo literatura, y además literatura mala, de las de cartón duro y dorados y faja de embajador de Zambia. A Sánchez ya no se le puede hacer análisis político, sólo crítica literaria o teatral, más algún hemograma que no le vendría mal. Y yo creo que a su repertorio ya no le pega salir como un CEO de empresa de embutidos, entre el orgullo folclórico del país y el orgullo folclórico de sus hermosos chorizos como torreones. No, a Sánchez ya le pega más salir como un Torrebruno un poco siniestro (la infantilización de los adultos siempre queda siniestra). Cuando Sánchez se despidió, felicitando las fiestas e insinuando que los periodistas deberían descansar más (o trabajar menos), parecía que cerraba un libro de polvo, que se quitaba las gafas de abuelo o de elfo y que apagaba un candil para que toda España se durmiera mecida en su cuento o en su trampa de bruja de casita de chocolate. Y eso que seguía vestido de comercial de chorizos.

A Sánchez ya nadie le compra los chorizos, ni la economía, ni la pena del perseguido, ni los caramelos sospechosos, ni la (social)democracia que él mismo se ha encargado de negar, ni el partido que él mismo se ha encargado de hundir, ni la confianza que él mismo se ha encargado de dilapidar, ni el feminismo que él mismo se ha encargado de humillar. Pero claro, si uno todavía quiere vender eso, yo creo que tendría que meter un poco más de lo que yo decía, mecedora, lanita, tetera, pantufla, leños, alfombra de pelito, hadas de los sueños o del vino dulce, o sea esa escenografía entre cuento navideño y cabaña para el intercambio de parejas. Cuando dijo eso de que los bares estaban llenos y sonaron como campanas de tragaperras, anuncios de cerveza o pestañazos de Ayuso, quizá se acercó un poco más a ese venderse con borrachera de fiesta, de nostalgia y de mentira, como una borrachera de abuela. También fue muy navideño e infantil el tren un poco gratis o un poco mágico o un poco de juguete que nos daba con el bono anual. Pero nada, luego intentaba colocarnos la macroeconomía, y el cambio climático, y Ucrania, y el facha eterno que es como el judío eterno (der ewige Jude), pero todo como si vendiera alarmas o calefactores, que es tan material que no conmueve.

Sánchez ya sólo vende fantasía, y el caso es que se la compran. Quiero decir que nadie lo cree y aun así muchos lo siguen defendiendo

Sánchez ya no está para vender realidad, tiene que vender la fantasía como fantasía, la ingenuidad como ingenuidad, el infantilismo como infantilismo, el humo como humo y hasta la estupidez como estupidez, que siempre habrá quien lo compre. Lo que yo creo que no le funciona es soltar como confeti esos datos que se desmienten sin más que mirar por la ventana, como un niño hambriento de Dickens. Cuando Sánchez nos contaba lo bien que nos va a todos, aunque tengamos goteras en el techo y telarañas en las narices o al revés; cuando nos hablaba de su contundencia con la corrupción y los babosos (actúan rapidísimo una vez que otros los han pillado); cuando nos hacía notar que por las redes sociales y por los medios fachas se ve una España que no es la real (o sea con la pasma entrando en sus ministerios, en su fontanería y hasta en su casita de chocolate), yo creo que se equivocó. Tendría que haber dicho lo contrario, que ésa era la realidad pero que la realidad es muy fea y era mejor su fantasía. Eso es lo que él nos trae, fantasía para compartir con otros amiguitos de la fantasía, y así evadirse, consolarse y hacer té de muñecas. Seguro que los fantasiosos se lo pasan mejor, y además así se evita que lleguen los fachas, no vayan a gobernar otros ultras aparte de los que ha encumbrado Sánchez.

Sánchez ya no puede vender realidad, que es como si quisiera vendernos achicoria. Sólo puede vender fantasía y así tendrían que asumirlo él y todos los que lo defienden del facherío como si defendieran al rey Baltasar del Santa Claus de la Coca-Cola. Sánchez sólo vende fantasía, y por eso creo que le correspondería otro tono y otra puesta en escena, o sea la mecedora como una diligencia, las gafas de zapatero mágico, los animales parlantes, la infancia entera por los suelos, como migas y volquetes, el cuento que nos lee con una portada como un reloj de cuco…  Sánchez ya sólo vende fantasía, y el caso es que se la compran. Quiero decir que nadie lo cree y aun así muchos lo siguen defendiendo. A Sánchez ni siquiera lo podemos llamar cínico, porque alguien que ya no puede engañar a nadie y sigue ahí no es un cínico, es un milagro. Claro que no es mérito suyo, sino culpa de esta España milagrera.

Sánchez tendría que hacerlo todo desde una cabaña con chimenea, aperos y nieve falsos, como esas teletiendas que parecen cabañas. O desde TikTok, donde yo lo veo más puro, o sea asumiendo la insustancialidad y el infantilismo de su propuesta política o vital. Hasta esa expresión que Sánchez usa tanto ahora, eso de que algo “nos renta”, es juvenil. La verdad es que hay mucha gente que vive en el infantilismo y en la fantasía y son felices, así que a lo mejor Sánchez remontaba dejando de querer parecer un político y presentándose sólo como un santero, un gurú, un mago de cumpleaños o un animador de ludoteca. Yo no termino de entender eso de defender a Sánchez como mal menor, porque con cualquier otro candidato en las próximas elecciones le iría mejor al PSOE, a la socialdemocracia y al país. Pero quizá a la izquierda, igual que la corrupción y el autoritarismo le importan menos que la bandera feminista, la revancha le importa más que cualquier cosa. Por eso la casita de chocolate de Sánchez, de chocolate y chorizos, está tan llena todavía. Llena de culpables, de prisioneros que parecen cómplices, de cómplices que parecen prisioneros y, además, de los inevitables santones gorrones de Navidad.