La RAE, o más bien la Fundación del Español Urgente, que debe de ser como la centrifugadora de la Academia, ya saben que hace todos los años una especie de lotería de las palabras y sale la más representativa, llamativa o capicúa. O la que salga, claro, que yo creo que, como lo hacen con prisa, con la urgencia de su nombre, que parece una urgencia urinaria de los académicos y los miembros de la fundación aledaña (me la imagino como una pérgola montada para la caza); como lo hacen con prisa canónica, ritual o perezosa, decía, a veces eligen cualquier cosa. Este año han elegido “arancel”, que es la palabra torniquete con la que Trump nos amenazaba y sigue amenazando. A mí, sin embargo, me parece que eso es irse demasiado lejos, como irse a Wisconsin a por una palabra, a por un hot dog o a por un cowboy teniendo aquí, qué sé yo, nuestras chistorras o nuestros fontaneros o fontaneras. Supongo que la palabra también tiene que ser un poco desconocida o un poco redescubierta para que los académicos salgan de la pérgola con ella como con un urogallo. Pero no me digan ustedes que no era bastante desconocida la fontanería como oficio mafioso, político o sanchista, o que no ha sido también redescubierta nuestra chistorra, con otro significado, con otra simbología, como si fuera una columna egipcia.

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La fontanera, la fontanería de la política, ésa me parece a mí no sólo la palabra del año sino el descubrimiento del año, como si hubiéramos descubierto que el butanero español siempre ha sido un agente secreto. El fontanero era sólo ese personaje con cigarrito y hucha perennes que te convertía el cuarto de baño en un tetris, las bajantes en un ataque submarino y el saneamiento en una colonoscopia de tu casa y de tus ahorros. La fontanería política la asimilábamos, si acaso, a los técnicos, los que traducían la realidad a la política y la política a la realidad, o a los gurús de las campañas y la propaganda, los que armaban un candidato o una legislatura con cuatro tablas y cuatro eslóganes. Pero Leire Díez ha redefinido la profesión y hasta la acepción política que ya existía de la fontanería, hasta hacerla equivalente al matón o al estrangulador, con sus guantes de goma que adelantan el crimen como la humedad. El fontanero, como el butanero, había tenido incluso su dimensión porno, su época porno, que casi nos parece romántico ya el porno con personaje y argumento (el porno de ahora es como una operación de apendicitis o de amígdalas), pero eso de ser extorsionador, matarife, rompehuesos de callejón o de mazmorra, eso sí que era nuevo, sorprendente y aterrador, mucho más que los aranceles, que no llegan a arandelas de esta nueva fontanería.

Mordida me parece otra buena palabra candidata, que ya es gráfica y zoológica por sí misma (mordida es una palabra que parece haberte mordido ya al pronunciarla, como una cobra). Pero, además, aplicada al dinero público, define la voluntad depredadora, la brutal fuerza mandibular y la prodigiosa adaptación natural del corrupto que le permite hacer presa en el taco de dinero, usualmente descomunal para el tamaño y la capacidad del corrupto, y no soltarlo así le arranquen la cabeza, como una hormiga u hormigón del hormigón o de lo que sea la obra, la concesión, el contrato o el rescate públicos. La mordida es lo representativo del corrupto, casi lo museístico, como unas quijadas de tiburón, como un cráneo de tiranosaurio. La mordida también es la metáfora del muerto de hambre, incluso del rico muerto de hambre, el apetito eterno del buscavidas, la avidez insaciable del pícaro, la venganza tragantona del mediocre. El arancel es un pellizco al lado de nuestra mordida de tigre ibérico de salto del tigre, de cocodrilo ibérico de zapatos de cocodrilo, de depredador ibérico de ibéricos.

Son palabras que no sólo definen nuestra realidad sino que la construyen. Pero los de la RAE o los de sus pabelloncitos de caza han escogido 'arancel'

Y claro, la chistorra, nuestra chistorra castiza y aristocrática, que es como una princesita entre los chorizos. La chistorra no es sólo ese intento de ennoblecer o disfrazar la referencia directa al chorizo o al choriceo, sino que es la continuación natural de la mordida. O sea que la mordida no quiere acabar, ni siquiera metafóricamente, en cemento o en tungsteno, sino en algo jugoso, rojo y pecaminoso, como el muslo de una moza cantinera. El chorizo o choriceo puede parecer sólo supervivencia, como el bocadillo de chorizo (quizá el bocadillo del fontanero). Pero la chistorra es el chorizo o choriceo convertido en gula o en lujuria, o en las dos cosas (esa lujuria de los gorditos, todavía superior a su hambre). Esto nos lleva a mi última candidata, putero, que no es la última pero ya no me van a caber más, ni tampoco me van a dar a mí un puesto en la Academia por hacerles el trabajo, incluso con más urgencia que sus urgencias.

La palabra putero no era desconocida ni estaba desactualizada, lo que pasa es que siempre se ha dicho más la palabra puta, de una manera que sugería casi que la puta no necesitaba putero, que la puta era puta sin putero, en un colmo de la autosuficiencia, del vicio o no sé si del empoderamiento puteril (pido perdón si sale mucho puterío en este párrafo, pero, como diría Cela, invoco la autoridad de Quevedo). Pero la puta heráldica, platónica o gimnástica no existe, la puta va con putero y, de hecho, hay muchos más puteros que putas, como es normal. El putero siempre ha estado ahí, con su minga triste y exigente, tan solitaria como repartida, y con su concepción cárnica de la mujer, como si fuera, efectivamente, una chistorra (el baboso tiene la misma tristeza de minga y la misma concepción charcutera de la mujer, pero no es un comprador de carne humana sino un depredador, algo mucho peor). Siempre han estado ahí, y sólo en el PSOE no los veían, como no veían nada, así que ellos apoyarían la novedad de la palabra. En realidad ni la palabra ni los hechos son nuevos, pero sí que salga tanto ahora en las noticias, con la tranquilidad de nuestros gobernantes y con la sorpresa y el putadón para el ciudadano de darse cuenta de que los puteros y los babosos estaban por todos lados en la política, y además les estábamos subvencionando nosotros el puterío y el baboseo.

A mí todo esto me parece un hallazgo del idioma, como el slang, como el cheli de los quinquis, que las fontaneras no sean fontaneras, que las chistorras no sean chistorras, que la mordida nos deje realmente una dentellada en lo público y en la garganta, que ser putero sea ahora como ser secretario de Agricultura. Son palabras que no sólo definen nuestra realidad sino que la construyen. Pero los de la RAE o los de sus pabelloncitos de caza han escogido “arancel”, que si uno no cae en Trump o en la economía mundial sólo parece el nombre de un caballo tordo. Estos académicos son unos sosos y yo creo que además están estreñidos de idioma, de tanto atracarse de palabras como de yogures. Y, sobre todo, están lejos de la realidad: ya evitan las mismas palabras que el sanchismo.

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