La economía de mercado es un sistema económico en el que las decisiones fundamentales sobre qué producir, cómo producir y para quién producir se toman de manera descentralizada a través del mercado, mediante la interacción entre oferta y demanda. Los precios, formados libremente, actúan como señales que coordinan las decisiones de productores y consumidores. Sin el mecanismo del mercado para formar precios, no hay manera de asignar recursos de forma que satisfagan las preferencias de millones de individuos.

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Se basa en la libertad de contratación, la autonomía de la voluntad, la competencia y la ausencia de posiciones dominantes, que tienden a abusar de sus privilegios en beneficio propio y en perjuicio del bien común. La intervención pública debe ser mínima: garantizar que lo contratado libremente se cumple, que hay múltiples oferentes y demandantes sin concentraciones de poder y que la misma información es accesible a todos los participantes. Los grandes pensadores defensores de la economía de mercado son los liberales, y se suele citar a Adam Smith, con su mano invisible, como el precursor. Autores más recientes son el trío de Viena: Schumpeter con su destrucción creativa, Popper con la necesidad de pensar libremente y Hayek defensor de que el poder político y económico deben ser difusos. Todos ellos se caracterizan por su optimismo con la condición humana, que es capaz de alcanzar el bien común con el mínimo de intervención pública.

Frente a ellos tenemos a los ILIBERALES, encabezados por Rousseau, Marx y Nietzsche, los pesimistas. Al mercado se opone la planificación, que dice qué es lo que se debe producir, siempre con la vista en lo que unos pocos creen que es el bien común. Estos grandes pensadores inspiraron o fueron el soporte intelectual de las peores páginas de la historia reciente: Robespierre con su régimen del terror, Stalin y Hitler, respectivamente.

Los mercados puros prácticamente no existen, ya que todos están sujetos a un cierto nivel de intervención

Los mercados puros prácticamente no existen, ya que todos están sujetos a un cierto nivel de intervención. Se suelen señalar los llamados “fallos de mercado” para justificar su regulación. Ésta incide en la oferta, en la demanda, en la autonomía de la voluntad de los contratantes o directamente en la fijación del precio. Cuando la regulación no consigue los fines perseguidos y el resultado es peor de lo que había antes, entonces se aduce que no es la correcta, por lo que hay que modificarla, es decir, ampliarla. Se entra en un círculo vicioso, donde se van añadiendo páginas y páginas y cada vez el resultado es peor. Ahora bien, seguimos llamando a ese engendro “mercado”, cuando deberíamos llamarlo “no mercado”. Pero como se sigue conservando el nombre, decimos que el mercado no funciona. Su principal enemigo es la regulación, de lo que somos campeones en Europa.

Veamos tres ejemplos de no mercados:

El eléctrico: complejo, cargado de ideología y donde la fiscalidad juega un papel esencial. En el mismo se incluye la generación, la distribución, la comercialización y finalmente el transporte. Este directamente es un monopolio de una empresa semipública, Red Eléctrica REE, al frente de la cual están políticos y que se rige directamente por una planificación plurianual. Y es esencial, porque decide dónde va a llegar la electricidad y en qué cantidad. El resultado es una electricidad carísima que en palabras de Draghi es uno de los culpables de la falta de competitividad europea.

El laboral, con sus salarios mínimos, jornadas, tipología de trabajos, etc., donde la autonomía de la voluntad brilla por su ausencia. El resultado es un paro sistemáticamente de los más altos de Europa a pesar de la trampa de los “fijos discontinuos”, que aunque cobran el subsidio de paro no figuran como parados.

El de vivienda, con sus submercados: vivienda nueva, usada y de alquiler. Ante aumentos de la demanda, la oferta inicialmente se muestra incapaz de satisfacerla porque el periodo de maduración de la construcción es largo, pero con la regulación de urbanismo llega al absurdo. Como ejemplo la operación Chamartín en Madrid, que ya en 1990 se vio que era el camino para ampliar la ciudad y todavía no se ha puesto un ladrillo. Cuando no hay vivienda nueva, la usada sirve de colchón, pero con una fiscalidad contraproducente tanto para el comprador y sobre todo para el vendedor, como ya comenté en un artículo, lo que lleva a que muchos propietarios dilaten la venta hasta el fallecimiento. Finalmente, el no mercado de alquiler, sobre todo si la vivienda está en una zona calificada como “tensionada”. En vez de plantearse por qué los propietarios no alquilan las viviendas vacías nos dedicamos a importar la regulación catalana que se ha demostrado que ha sido un fracaso. En resumen, puro dogmatismo, con posiciones maniqueas de buenos y malos, donde éstos son los propietarios y aquellos los sufridos ciudadanos. Y es el primer problema del país en valoración ciudadana.

Somo un pueblo estatista, donde el BOE es la “varita mágica”: lo que ahí se escribe es como decir “¡hágase!” y se hace

¿Por qué no tenemos unos mercados más libres cuando se ha demostrado que la regulación es un fracaso? La culpa puede ser de la Administración Pública, tan alejada de los mercados que no los entiende o, sobre todo, de los políticos, que no buscan el bien común sino el particular y que no son capaces de resistir la fuerza de los poderosos, tan enemigos de la competencia. Esta es la respuesta fácil, hasta que Benito Arruñada en su fantástico libro La culpa es nuestra nos demuestra que los políticos y los funcionarios no son seres que vienen de Marte, sino que salen de entre nosotros y que hacen lo que les demandan los ciudadanos.

La realidad es que no creemos en el mercado, no nos gusta la competencia y queremos la regulación. Confiamos en el Estado para alcanzar la felicidad, porque creemos que es su responsabilidad y no la nuestra. Somo un pueblo estatista, donde el BOE es la “varita mágica”: lo que ahí se escribe es como decir “¡hágase!” y se hace. Y los políticos son consecuentes con los medios que les demandan los ciudadanos y les va mucho en ello, porque sin esos votos no estarían donde están. Lo que no son capaces es de hacer milagros: con esos medios no se alcanzan los fines perseguidos.

Hay que insistir en la falta de consistencia entre la regulación y un mejor funcionamiento de las cosas. El camino es más libertad, porque como diría Hayek, por donde vamos nos lleva a la servidumbre.

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