Resulta que el año pasado en un placita francesa Enrique Ponce, a mitad de su encerrona en solitario, se fue para adentro y regresó a la lidia enfundado en un esmoquin. Allí se celebró, aquí prendió la mecha y recibió de lo lindo.
El torero ha explicado que aquello fue fruto de la inspiración y que, si surgiera, no le importaría repetirlo. Ayer en Las Ventas no pude un segundo dejar de imaginármelo vestido de gala. En el retrato del programa de mano -para guardar los de este año- ya aparecía un Ponce con pajarita, no sé si con un punto de provocación a las masas.
La manera de estar toda la tarde en el ruedo, y de moverse, sobre todo de moverse, fue efectivamente de fiesta solemne. Días atrás han pasado figuras del toreo ejerciendo un despliegue atlético con tintes olímpicos. Nada más romperse el paseíllo, uno soltó el capote y con las dos manos en las tablas procedió al estiramiento de tronco y extremidades sin disimulo; los andares e incluso carreras de otro saliendo desde el tercio proyectaban la duda de si estaba poseído por alguna emergencia desconocida. Actitudes lejanas del patrón clásico de la torería, no digamos en los diseños de algunos vestidos o en esos incomprensibles brindis al sol como el de uno de los neófitos de la feria ante un oponente que era imposible de todo punto para el lucimiento.
Por eso, Ponce -se admiten las críticas a la Puerta Grande- dio una clase magistral de saber estar, de saber moverse, de dar tiempo. De todo aquello en lo que no nos fijamos hasta que llega el más veterano y nos lo recuerda y lo paladeamos.
Tan sobrado estaba que a un toro que no era el suyo le pegó una lance corrido a una mano en forma de larga que en otra ocasión o con otros compañeros hubiera provocado chispas. Casi nadie lo percibió, y Ponce siguió disfrutando. Ceremonioso.
El toreo, siempre despacio.