La mejor forma de llegar a Cádiz es por carretera. Porque eso te permite bajar la ventanilla al cruzar el puente Carranza y respirar puro mar. Si vas al centro, también puedes llegar por el "puente nuevo", el de la Pepa, que inaugurado en 2015 sigue (y seguirá) llamándose así para los gaditanos, como la de Santa Cruz sigue siendo la “catedral nueva” aunque le falte poquito para cumplir 200 años.

Cuando duermes en Cádiz es posible que te despierten las bocinas de los barcos. La mayoría son cruceros, que cada día muy temprano sueltan por las calles a cientos de turistas que adornan el paisaje y son ya casi tan imprescindibles como los vendedores de camiseta blanca en la playa o como lo fueron en su día el limpiabotas y ex boxeador Kid Betún o Canelo, el perro al que los gaditanos quisieron recordar para siempre con una calle.

Para desayunar, una de las mejores opciones es ir a La Marina a tomar un buen chocolate con churros. Churros calientes, como debe ser, recién hechos. Porque en Cádiz un churro frío se lo echas para atrás al camarero, no ni ná. Es posible que al pagar la cuenta te sorprenda que el camarero se guarde el dinero en una riñonera. La Marina debe de ser también uno de los pocos sitios dónde los trabajadores aún guardan encima toda la caja que van haciendo hasta el final de su turno.

Si aún queda alguien que crea que en el sur no se come bien, que pare en la plaza (tampoco nadie aquí llama por su nombre al mercado de Abastos) y se dé una vueltecita entre atunes, camarones vivos, chicharrones de Chiclana y quesos payoyos. Está permitida y casi obligada la parada en alguno de los puestos de la remodelada plaza para tomarse un aperitivo – recomendables los bocadillos en Dos boca dos – antes de viajar en el tiempo.

Sí, porque en Cádiz se puede viajar 3.000 años atrás, al momento en que Occidente empezaba a escribir su historia de la mano de los fenicios. El yacimiento Gadir se encuentra en el sótano del Teatro de Títeres y es uno de los escasos asentamientos que se conservan de la cultura fenicia. El guía se llama Mattan y es un fenicio del siglo VI antes de Cristo, reconstruido digitalmente para hacer de guía para un recorrido por ocho viviendas, dos terrazas y dos calles de la época.

El plan gaditano puede continuar con un paseo que rodee el Gran Teatro Falla, una joya neomudéjar conocida popularmente por las representaciones del Carnaval, o el parque Genovés, donde hasta hace pocos años había patos, ocas y hasta monos que hacían las delicias de los niños. La seguridad ha hecho desaparecer los animales, pero el paseo observando las especies de árboles o por la pequeña gruta que rodea al estanque conserva intacto su encanto.

No hace falta irse muy lejos para comer en un sitio privilegiado, el Club Caleta, que en una esquina de la playa más ‘gadita’ ofrece pescaíto frito con vistas inmejorables. La cervecita, que aquí es Cruzcampo (difícil encontrar otra de barril en Cádiz), hay que acompañarla con puntillitas. Para una comida más formal, aunque en interior, El Faro está a pocos metros. Aquí, sus tortillitas de camarones.

Si hace levante lo mejor es quedarse en la Playa de la Caleta, algo más resguardada del viento, y darse un paseo hasta el Castillo de San Sebastián o simplemente tirarse en la toalla y entretenerse escuchando a las familias gaditanas de bingo y colacaos en termo, que a veces son todo un espectáculo. Un espectáculo de cómo entienden los gaditanos la vida, siempre optimistas a pesar de las dificultades. También de humor, como el que dio hace unos años el socorrista más conocido de España, el “speaker de la Caleta”, que aderezaba la información  horaria - “son las seis, la hora del cafelito” - o las alertas -“tengan cuidado con el baño que viene una plaga de medusas con muy malas ideas”-. Los más fieles caleteros se indignaron cuando la compañía concesionaria de los servicios de playa acalló al speaker (a la sazón Juan ‘el ardentía’) por una posible frivolización de los mensajes.

La tarde cae pero aquí la playa se apura. Es habitual que a las nueve siga llena de gente, mayores y niños, que se resisten a dejar la playa “cuando mejor se está”. Darse el último baño o un paseo al atardecer mientras Cai se bebe el sol te deja, siempre, con ganas de más.

Ese apurar la playa hace que los gaditanos retrasen indefinidamente la hora de cenar. Es habitual, en verano, recorrer la calle Zorrilla pasadas las 12 de la noche en busca de alguna mesa para tapear y que no haya manera. Eusebio, Cumbres Mayores o La esquina del Transvaal son grandes opciones, pero hay una más allá de las puertas de tierra, donde en Cádiz habitan los beduinos (no porque sean nómadas, es que así se distingue en Cádiz a los que viven fuera del casco antiguo), que vale la pena conocer.

Por precio, por ambiente y por autenticidad. Los hijos de Juan es un kiosko situado en una plaza en la calle San Mateo, por detrás del hospital Puerta del Mar, cuyo pescado fresco y bien frito a buen precio es un éxito asegurado. Ideas para pedir, aunque todo está bueno, son las pavías de merluza, el cazón en adobo o su ensaladilla.

Dicen que el Cádiz nocturno ya no es lo que era. Y probablemente no vive su mejor momento,  pero en el Paseo Marítimo aún se pueden tomar unas copas agradables en las terrazas del O’donoghues o el Toba y aprovechar ese fresquito que por las noches pide a veces incluso una rebequita. De vuelta a casa, paseando, la penúltima en El Pelícano, donde con suerte hay música en directo.

Un gran libro para llevar a Cádiz sería El asedio, de Pérez Reverte, que sitúa su trama en la resistencia gaditana a los franceses durante 1811 y 1812. Una historia profundamente documentada que sitúa la ciudad en plena guerra de la Independencia, cuando en el sitio gaditano las lugareñas ya hacían gala del ingenio que aún pervive en la ciudad. Rezaba un tanguillo de la época: “Con las bombas que tiran los fanfarrones se hacen las gaditanas tirabuzones”. Y era verdad, de los casquillos se hacían ellas bigudíes para el pelo. Eso sí que es hacer de la necesidad virtud.