Hoy las olas seguirán rompiéndose en el malecón habanero como si nada hubiera ocurrido, pero sí, algo nos ha golpeado con la misma fuerza del océano que te vio crecer.

Como buen bayamés, amaste tu tierra desde la raíz, desde la rebeldía transmitida en hermosas notas musicales y en una voz con acento sabor a café y a tarde de sol. Naciste en el pueblo que prefirió ser quemado antes que entregado a nuestros antepasados, aquellos españoles ciegos y armados. Tu sable fue siempre tu luz y las palabras que vertías en bellos versos, a veces dedicados a Yolanda, la madre de tu Lynn.

El público, atento a tu tempo, intensidad y velocidad, rellenó en la capital los espacios que cariñosamente dejabas para cumplir con tu deber con el público que siempre te admiró.

Ay, Pablo, que te vas para recordarnos que nada es para siempre. Este “breve espacio en el que no estás” parece que va a ser eterno.

Antes de abanderar la Nueva Trova, fuiste niño prodigio bañado en el “feeling” de la época, y textualmente, una “estrella naciente”, como se llamaba aquel programa televisivo en el que apareciste para deslumbrar con tu sensibilidad de niño, ya en 1956. Mamaste de la trova clásica y bebiste de los nuevos vientos que llegaban de Chile mientras el mundo se convulsionaba. Tus huesos conocieron el dolor de la cárcel y el trabajo forzado en Camagüey.

No quiero pensar que algo de aquello ha tenido que ver en esta despedida. Prefiero echar la vista a tus cincuenta y cinco, sí, cincuenta y cinco álbumes completos, redondos como el vinilo que ahora gira frente a mí, vertiendo notas en acordes analógicos sin fin sobre los que te deslizas, sin más pretensión que la emoción que solamente tú despiertas. Eso sí quedará para siempre. Aquí nos quedamos el resto, para vivir, como cantaste con Céspedes.

Sí, Pablo. Se te quiso siempre. Bien lo demostraron Gabriel García Márquez, Caetano Veloso, Gal Costa, Armando Manzanero, Charly García, el propio Pancho Céspedes o Fito Páez. Ellos decidieron ya hace 20 años honrarte en vida con aquel álbum llamado Pablo querido.

El Premio Nobel Gabito se anticipó a los “cien años de soledad” que tendremos ahora sin un concierto tuyo, cuando entregó su introducción a ese grandísimo disco con algo más de un minuto de prosa llena de palabras elegidas cuidadosamente, así.

Sí, siempre estuvo presente tu Chile hermano que te dolió inmensamente en la herida de la muerte de Miguel Henríquez, aquel 5 de octubre de 1974. Fueron escasamente 10 minutos los que tardaste en encontrar cómo vomitar tu duelo y rabia, que solamente tú supiste unir en una delicada flor musical. Pablo, ya no pisarás las calles de Santiago ensangrentada, pero queda para siempre cómo lo cantaste en el nuevo Chile que renació.

Te vi, ya algo desmejorado, en el Invernadero de Madrid con tu gira Esencia aquel 6 de marzo de 2020, justo antes de meternos todos en casa. Paseaste, casi a modo de despedida, tus grandes baladas por el mundo llenando estadios. No mereces menos.

Tenías planes, pero te sabías cayendo. Te vimos salir al escenario en silla de ruedas, someterte a 29 operaciones quirúrgicas, recibir el riñón de tu esposa y sobre todo, perder a tu hija artista Suylén hace bien poco. Dicen que su muerte te pilló sereno, tras desgarrarte en duelo previo al saber de su dolencia.

Un tal mal de Dupuytren cerró tu mano para que no pudieras tocar la guitarra durante años y, aunque llevabas cinco en España, los sabios no te arrancaron ese maldito cáncer. Y te fuiste de nuestro mundo de vivos estando lejos de la tierra que tanto amaste.

Definitivamente, Cuba siempre sonará a Pablo Milanés.