Desde sus primeras ediciones, la Bienal de Arquitectura de Venecia ha sido muchas cosas: escaparate, campo de batalla teórico, vitrina nacionalista, carta blanca para los arquitectos-estrella. Pero este año –la 19ª edición, inaugurada el 10 de mayo y abierta hasta el 23 de noviembre– su comisario, el italiano Carlo Ratti, ha querido que sea, ante todo, un laboratorio. Bajo el lema Intelligens. Natural. Artificial. Collective, Ratti ha desplegado un programa colosal con más de 750 participantes y 280 proyectos que atraviesan los límites tradicionales de la disciplina.
La ambición es evidente. También, según algunos, el exceso. En su crónica para ArtReview, el crítico Phineas Harper describe la exposición como un "delirio de tecnoemprendedor", dominado por gadgets, renders e instalaciones que prometen transformar el mundo a golpe de ratón e IA. Un universo donde las soluciones tienden a ser más ingenieriles que arquitectónicas, más futuristas que habitables. Ratti, formado en el MIT y promotor de ciudades "sensibles a los datos", no oculta su fe en la hibridación de naturalezas y artificialidades. En su conversación con la revista digital Dezeen lo resumía así: "La arquitectura ya no puede limitarse a construir edificios. Necesitamos imaginar nuevas formas de vida colectiva en un mundo redefinido por la inteligencia artificial y el cambio climático".
Ese laboratorio abierto tiene su epicentro, como siempre, en la Corderie del Arsenale, el enorme y centenario tinglado del puerto de Venecia de más de 300 metros de longitud. Y es precisamente en la segunda sala de esa nave monumental donde la diseñadora española Patricia Urquiola ha instalado una colina. No una colina cualquiera, sino una hecha de 1.500 ladrillos modulares compuestos de vidrio reciclado, algas, conchas, cañas y redes de pesca recolectadas en la laguna veneciana. La ha titulado The Other Side of the Hill, y no es una metáfora gratuita: el proyecto parte de la curva de crecimiento demográfico de la humanidad desde la aparición de las ciudades. Una curva que se dispara en vertical hasta rozar los 10.000 millones de personas, para después –según algunos modelos– desplomarse. ¿Qué hay al otro lado de ese muro?
Un futuro bacteriano
Para pensar en esa otra orilla, Urquiola ha reunido a un equipo atípico: la historiadora de la arquitectura Beatriz Colomina, el físico Geoffrey West, el microbiólogo Roberto Kolter y el teórico Mark Wigley. Juntos han imaginado un futuro más allá de lo humano como centro. Un futuro bacteriano, si se quiere: cooperativo, resistente, impredecible.
"El punto de partida fue una curva", explica Urquiola a El Independiente. "Pero lo que hay al otro lado no es el fin, sino una transición de escala, de forma, de paradigma". Su colina lo escenifica con tactilidad y materia. En la parte trasera, la estructura metálica se curva y muta en una gruta, invadida por musgos, biofilms y formas de vida ambiguas, tal vez artificiales, tal vez naturales. Una metáfora de transformación y cohabitación.
El material usado, un biocemento llamado Cimento®, fue desarrollado para la ocasión. “Queríamos que la instalación no solo hablara de regeneración, sino que fuera en sí misma regenerativa”, señala. De ahí el uso de recursos locales (producidos en San Donà di Piave, a pocos kilómetros), el ensamblaje sin adhesivos para facilitar su desmontaje y reutilización, y la inclusión de cultivos vivos en algunas capas de la colina.
Aprender de un jardín de microbios
Lejos de plantear soluciones o recetas, The Other Side of the Hill actúa como un espacio de reflexión. Urquiola lo llama "jardín", pero también "ecosistema de híbridos". "Ya no se trata de crecimiento, sino de transformación. De alianzas improbables. De cómo aprender de lo micro para rediseñar lo macro", dice. Kolter, por su parte, aporta la mirada microbiológica: los biofilms, esas ciudades bacterianas que prosperan colaborando, podrían ser la inspiración para arquitecturas posthumanas más resilientes.
Este tipo de especulación dista bastante del diseño de producto por el que la ovetense Urquiola se ha hecho mundialmente conocida. Pero no es un salto tan lejano, asegura. "Diseñar siempre ha sido un acto relacional. Esta vez ha sido escuchar a otros mundos, dejar espacio a lo inesperado".
La propuesta ha despertado entusiasmo entre quienes buscan en la Bienal un pensamiento radical, pero también perplejidad entre quienes echan de menos edificios reconocibles. En cualquier caso, lo que propone Urquiola –como buena parte de esta edición– no es mirar el presente, sino un después todavía informe.
Venecia, ciudad en capas
Para Urquiola, Venecia no es un escenario neutro. Ya trabajó en la ciudad restaurando el hotel Ca' di Dio, una intervención inaugurada en 2022 que describe como "palimpsesto": un juego de capas, entre la sobriedad del arquitecto renacentista Sansovino y la sofisticación contemporánea. "La intervención fue muy contenida: mantuvimos la estructura existente, usamos materiales como travertino y marmorino, e introdujimos elementos textiles y objetos diseñados a medida que se posan como capas suaves, sin invadir", explica Urquiola. Aquí, en la Bienal, esa lógica se reitera: la ciudad líquida como contexto, como memoria y como advertencia. Si hay un lugar para pensar desde la fragilidad, es este.
Carlo Ratti ha apostado por una Bienal experimental que desborda la arquitectura. El resultado es un paisaje desigual, pero fértil, donde algunas propuestas destacan por su inteligencia material y simbólica. The Other Side of the Hill es una de ellas. No dice lo que viene, pero sugiere cómo podríamos empezar a imaginarlo.
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