El 1 de agosto de 1980, España amaneció teñida de sangre. María Lourdes de Urquijo y Morenés y Manuel de la Sierra y Torres —ambos marqueses de Urquijo— habían aparecido muertos, acribillados a tiros en su lujosa residencia de Somosaguas (Madrid). Se trataba de una de las familias más conocidas de la aristocracia española y, lo que en un primer momento pareció un violento intento de robo, pronto se transformó en una historia mucho más turbia: nadie había oído ni dicho nada, y las pruebas incriminatorias brillaban por su ausencia. En una primera instancia, y como si de un ingenioso crimen de Agatha Christie se tratara, los sospechosos eran los habituales: el mayordomo, el chófer, la asistenta o la cocinera. Uno de ellos habría asesinado a sus jefes, sólo había que descubrir quién y caso cerrado.
Pronto se les puso enfrente a los investigadores otro nombre que pareciera cobrar más sentido: el de Rafael Escobedo, alias Rafi. Porque los marqueses de Urquijo tenían dos hijos, Juan y Myriam de la Sierra Urquijo, y esta última acababa de pedirle el divorcio a Rafi tras apenas seis meses de matrimonio. ¿Y a quién culpaba el desdichado hombre? Pues a su suegro, claro está.
Fue el crimen del verano. Todos los ojos estaban puestos en Rafi y, pese a algunas incógnitas aún sin resolver, el caso se archivó marcando al yerno de asesino. Este reconoció los hechos en su primera declaración, pero un crimen de tales magnitudes no podría haberse hecho en austera soledad. Un perito llegó a decir que, por su personalidad, no era descartable que firmara su culpabilidad por presiones externas, pues le veía incapaz de matar. ¿A quién buscaba encubrir Escobedo? ¿Era este, sencillamente, una cabeza de turco? Preguntas que quedarán sin resolver, pues Rafi se suicidó en la cárcel de El Dueso (Cantabria) tras cumplir cinco de los 53 años de cárcel por los que había sido condenado.
¿Quién mató al conde de Villamediana?
Si bien el crimen de los marqueses de Urquijo ha sido uno de los episodios más oscuros de la aristocracia española, lo cierto es que no ha sido el primero, ni probablemente sea el último. Porque cuando la pomposidad del lujo se entremezcla con la envidia del desventurado, la consecuencia no puede ser sino fatalista. Y sino que se lo digan a Juan de Tassis, conde de Villamediana, quien, ya en el siglo XVII, sufrió las consecuencias de ir haciendo alarde de un apellido heredado.
Su asesinato ocurrió también en agosto, pero del año 1622. Villamediana se hallaba en la cumbre de su fama: descendiente de los marqueses de Falces, había utilizado su influencia para poder dedicarse al sincero trabajo de la poesía. Sus versos apenas han trascendido en el campo de la literatura española (estamos hablando de una época en la que su trabajo coexistía con el de Luis de Góngora), pero lo cierto es que por aquel entonces no le iba mal (y, si le fuera, tenía un fondo monetario sobre el que descansar, vaya). El conde era conocido por sus alardes en las fiestas públicas de la corte, sus escandalosos amoríos, sus deudas en el juego... era un fiestero de manual.
Del Palacio Real venía su carroza cuando, la noche del 21 de agosto de 1622, al juerguista de Villamediana le sorprendió un hombre que, con un certero golpe de su espada (o cuchilla, o ballesta, lo cierto es que los testimonios varían) le quitó la vida en plena calle Mayor. Poetas, compañeros de profesión, lloraron su muerte. Algunos desde la simpatía con la víctima —como en el caso de Góngora—, pero otros —como Quevedo o Lope de Vega—sugiriendo que el bravucón se lo había buscado.
A la pregunta de quién lo había matado y por qué se daban respuestas inconexas y, así, la muerte de Villamediana se convirtió en un crimen sin resolver, sobre el que desde entonces se han aventurado toda clase de hipótesis. Quizá la más conocida es la que atribuye el asesinato a una orden del propio Felipe IV, llevado por los celos pues parece ser que el poeta había enamorado ni más ni menos que a la reina Isabel de Borbón. Conocida es la anécdota de la participación del conde en una corrida de toros que no quisieron perderse los monarcas. La reina, al ver las brillantes estocadas de Villamediana exclamó "¡Qué bien pica el conde!". "Pica bien, pero muy alto", respondió el rey.
Cuando los culpables son ellos
Pero los aristócratas no son siempre las víctimas. A veces, los culpables son ellos. En la década de los noventa, el nombre de Rafael Medina y Fernández de Córdoba aparecía en todos los magazines, pero no por motivo de orgullo. Aquel que podía alardear de haber bailado con Jacqueline Kennedy y Grace Kelly durante su infancia se acababa de separar de la modelo Naty Abascal y, tras su divorcio, el aristócrata cayó en un submundo marcado por el tráfico de drogas, la corrupción de menores y la prostitución.
La cocaína era parte de su día a día. Su familia le dio por perdido, y su exmujer envió a los dos hijos a estudiar a Estados Unidos para alejarlos de la polémica. ¿Qué cual era la polémica? Además de su carácter errático y adicción a la cocaína, varias prostitutas, una de ellas menor de edad, habían desvelado que el duque de Feria utilizaba sus servicios en un conocido local de alterne sevillano y, lo que es peor todavía, había sido acusado de raptar en dos ocasiones a una niña de cinco años para fotografiarla desnuda.
Un juez sentenció que la menor había sido secuestrada con la ayuda de su tía, a la que el duque había pagado 25.000 pesetas de las de entonces por su "colaboración". En 1994 fue condenado a 18 años de prisión por delitos de rapto, tráfico de drogas y corrupción de menores. Al final, el aristócrata recuperó la libertad condicional cinco años más tarde, aunque le pillaron conduciendo ebrio y le mandaron de vuelta al centro penitenciario. Le dieron una segunda (¿tercera?) oportunidad, pero las depresiones le pasaban factura y, el 8 de agosto de 2001, el duque de Feria fue hallado muerto en su habitación del Palacio de Dueñas. Tenía 58 años. Oficialmente, la causa de su fallecimiento fue un exceso de barbitúricos.
Quizá, otro caso sonado sea el de Fernando González de Castejón, conde de Atarés y marqués de Perijáa, quien, pese a no tener licencia de armas, mató a tiros a su pareja y a una amiga de esta para, posteriormente, suicidarse. Ocurrió hace poco, en 2022. Había sido denunciado anteriormente por maltrato a su hermana y a su madre, pero nada que no se pudiera solucionar con un cheque. En 2018, la Policía Nacional había tenido que medir en una discusión entre el aristócrata y su mujer, con la hija de ambos delante. La mujer declaró que él "consumía drogas y alcohol", que "a veces le cambiaba el carácter" y que, "de vez en cuando", recibía empujones y tirones de pelo. La mujer no quiso denunciar, por temor a su marido. Después del crimen, sólo quedó el apellido.
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