Dice Juan Evaristo Valls que el animal filosófico por excelencia no es la lechuza sino el cangrejo, que avanza hacia atrás o de lado. "Cuando la filosofía trata de responder una pregunta, lo que hace primeramente, en vez de ir hacia adelante, es ir hacia atrás y preguntarse por qué nos hacemos esa pregunta y no otra. Con ese afán crustáceo aspira a averiguar cuáles son las respuestas que ya están contenidas en las preguntas. La filosofía es el arte de persistir en la pregunta, y una noble vocación de la disciplina tiene que ver con enseñarnos a vivir sin respuestas. Wittgenstein decía que la carrera de la filosofía la gana el más lento. De ahí lo del cangrejo", explica en conversación con El Independiente sobre su último ensayo, El derecho a las cosas bellas (Ariel). Que tiene un título y un aspecto equívocos. Parece un inofensivo librito hípster con dibujitos, pero lleva dentro una bomba de relojería contra el sistema.

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Este joven profesor de Filosofía de la Cultura en la Universidad Complutense de Madrid, nacido en Elche, formado entre Valencia, Barcelona, París, Copenhague y Los Ángeles, doctor en Filosofía y Literatura, experto en Kierkegaard y Derrida, vincula la lentitud y el andar a la contra del cangrejo con la pereza y la holganza. Que son las ideas, esgrimidas aquí como derechos –derecho a la pereza, a la huelga, a la jubilación, a la ciudad, a la literatura–, que opone a la verticalidad y el progreso indefinido del capitalismo. Es su estrategia para encontrar holguras y huecos "en un sistema que nos mata" para que la buena vida sea posible.

"En mi anterior libro, La metafísica de la pereza, trataba de pensar un imaginario no capitalista del deseo a través de una serie de artistas. Aquello era un libro de estética, pero me interesaba hacer un libro más político, de filosofía de la cultura. Este libro es una reivindicación de los derechos perezosos como la puerta hacia una forma de vida gozosa, alternativa a la que excita el deseo capitalista, que es privatizante y deja a tantísima gente fuera. La gracia es que todo el mundo pueda tener una vida holgada y perezosa". 

Pregunta.- Empiezas el libro apoyándote en una figura histórica del anarquismo como Emma Goldman.

Respuesta.- El título del libro es el modo en que Emma Goldman define el anarquismo en su autobiografía. El anarquismo tiene muy mala prensa, pero en realidad es una cultura asamblearia, de cooperación, que pretende garantizar una igualdad material que impida que haya una acumulación de poder que otorgue a alguien el dominio sobre los otros. El anarquismo en ese sentido tiene que ver con organizar lo común y me parece una cultura profundamente pacífica. Todos los derechos perezosos, como el de huelga, ofrecen siempre la promesa y la posibilidad de la anarquía, de descabezar el poder o al menos de decir que las cosas pueden ser de otra forma. Para que un sistema democrático sea saludable es importante que guarde en su seno esta anarquía, esta continua promesa de que las cosas pueden ser distintas. La pereza es la fuerza de no hacer nada, pero es también la fuerza de parar y la fuerza de cambiar. Es un continuo recordatorio de que el sistema debería estar al servicio de la gente y que por tanto el sistema puede cambiar si los designios de la gente cambian, y no que la gente esté al servicio de un sistema en el que las instituciones solo están al servicio de sí mismas para conservarse.

P.- Te recreas en la idea de horizontalidad frente a la vertical del homo sapiens, de la civilización, de las gráficas ascendentes del progreso.

R.- Por mucho que pensemos todo el tiempo en el progreso y en el crecimiento, en un sentido ético, político, pero también biológico, fisiológico, estamos siempre en interdependencia. No hay algo así como un individuo separado del resto que se une a otros según sus intereses. Eso es una ontología liberal. El sujeto es un nudo de la vasta red que componemos los seres humanos y otros seres, y la consistencia del sujeto es la consistencia de ese nudo. Somos en interdependencia. Yo uso la figura de la horizontalidad porque tiene que ver con tumbarse, pero también con una libertad vinculada a la igualdad. Somos verticales, crecemos, trabajamos, pero no olvidemos que también somos horizontales y que nos levantamos porque nos apoyamos en alguien. Es también una forma de acabar con esta especie de narcisismo humanista. Somos vulnerables, interdependientes, y hemos de pensar desde ahí. Pensar desde el progreso y el crecimiento ilimitado es fantasioso. Los recursos son limitados, desde nuestras horas de sueño hasta la madera y el petróleo. Por eso a mí me interesaba empezar el libro reflexionando sobre lo deseable, lo bueno, lo gustoso. Convocando el deseo del propio lector, mostrar que esta vida no es solo responsabilidad. De ahí lo de estimular el imaginario de la horizontalidad. Porque es una verdad que hemos olvidado, y ese olvido lo estamos pagando muy caro. 

P.- ¿El camino son propuestas como la reducción de jornada o la renta básica universal?

R.- Cuando se redujo la jornada laboral a ocho horas algunos pensaron que el sistema colapsaría. También cuando se abolió la esclavitud en Estados Unidos. Son cuestiones que cuando se plantearon parecían irrealizables o quiméricas, pero que eran necesarias. Vivimos en un sistema que nos mata, que nos depaupera, que hace nuestros cuerpos miserables, que no nos deja dormir, que hace que se nos caiga el pelo, que tengamos bruxismo. El problema no está tanto en la viabilidad de las medidas como en las limitaciones de nuestro imaginario, de nuestra educación. La idea del derecho a la pereza puede leerse como una forma de pensar el sistema desde el descanso y la vida holgada. Parece que nuestra vida colectiva se organiza en torno al trabajo. Vivimos para trabajar y los derechos laborales protegen algunas cuotas de vida buena, pero están orientados hacia un sistema trabajocéntrico. El derecho al descanso se plantea como lo estrictamente necesario y la jubilación se identifica con invalidez.

"En una democracia la vida vale por sí misma, no por su utilidad o por su mérito o por su rendimiento"

P.- Hablas del trabajo como el correlato humillante del descanso.

R.- Siempre que pensamos en el descanso 'necesario' estamos reconociendo tácitamente que vivimos para trabajar. En el momento en el que pensamos en el descanso libre, en el descansar por descansar, en estar parado, estar quieto, estar pensando, estar con los nuestros, ese presupuesto tácito se invierte y estamos articulando un sistema en el que trabajamos para vivir, pero la vida está en el centro. Pensamos que el trabajo está en el centro de la sociedad, pero lo que está en el centro en realidad es el capital, es decir, la acumulación y el crecimiento indefinido del beneficio. Sabemos que eso le da mucha salud al capital. Vemos cómo crecen las grandes fortunas, cómo aumenta el número de multimillonarios, cómo los empresarios alcanzan cotas de poder cuasi estatales y jamás vistas. Aquello que se le reprochaba a la URSS de que el Estado era una concentración de poder y capital perniciosa en realidad lo están reproduciendo ahora en modo global los Bezos, Musk y demás. Pensar en la condición horizontal aspira a este cambio. Si estamos en una democracia, la vida vale por sí misma, no por su utilidad o por su mérito o por su rendimiento. Esa vida buena debe pensarse, esa es mi propuesta desde el descanso y la pereza. Medidas o investigaciones a propósito de la renta básica universal, de parques de vivienda pública, de la desconexión, de reducir la jornada laboral, etcétera, son las formas concretas que competen a investigadores en esas materias, arquitectos, ingenieros, politólogos, para hacer valer nuestra condición horizontal y ganarle un poco el pulso al trabajo.

P.- ¿Cómo se está comportando la izquierda respecto a estas necesidades?

R. Las izquierdas parlamentarias han emprendido un camino interesante, pero lo han hecho de una forma muy tímida, a veces muy hipócrita, casi cínica, y profundamente insuficiente. Cada vez que abren la boca nos defraudan. No olvidemos que el PSOE, pero también su socio principal, nos guste o no, son izquierdas neoliberales que siguen creyendo en un modelo de estado de bienestar socialdemócrata que ha dado sus réditos pero que está agotado, porque sus límites son perfectamente capitalistas. El Estado funciona y se gobierna como una empresa. Y por eso la vivienda se promulga como un derecho pero también como un bien de consumo. El Ministerio de Trabajo ha hecho algunos avances importantes, algunos inevitables como la subida del SMI, cualquier Gobierno lo habría subido. Okay, gracias por las migajas. Creo que hay un problema estructural de fondo y es el modelo de Estado y el modelo de país. Ese modelo es el que genera todos los límites de las iniciativas de la izquierda, algunas muy loables, pero creo que muy limitadas. Gobiernos como el de Ada Colau en Barcelona trajeron muchas cosas buenas, pero que toda la política urbana no viniera acompañada de medidas más radicales de vivienda pública ha facilitado la gentrificación. Luego, hay otro problema de las izquierdas y es que han adoptado una posición profundamente moralista y ha abandonado el ámbito del deseo, un espacio donde la derecha neoliberal se encuentra muy cómoda gobernando. La idea de la libertad, de hacer lo que uno quiera… la figura de Ayuso es eso.

"La izquierda ha adoptado una posición profundamente moralista y ha abandonado el ámbito del deseo, un espacio donde la derecha neoliberal se encuentra muy cómoda"

P.- La pandemia provocó que en Estados Unidos millones de personas dejaran su trabajo desencantadas. Aquí no sucedió nada parecido a aquella 'great resignation', pero sí propició, argumentas, un cambio en la cultura del trabajo.

R.- El principal cambio tuvo que ver con nuestra relación afectiva con el trabajo. La cultura laboral en un sistema neoliberal se caracteriza por el entusiasmo y la pasión. Está probado que guardar un vínculo afectivo con el trabajo fomenta la productividad, y por ello hay toda una serie de dispositivos que tratan de cuidar ese vínculo. Esto se hace de mil formas: que nuestros compañeros sean como nuestra familia, que la marca del trabajo nos prometa una experiencia o esté vinculada a valores feministas o verdes, que haya libertad de horarios o tengamos neveritas y futbolines. Estamos en una cultura que ha creído durante mucho tiempo que el trabajo es el espacio por antonomasia donde realizarnos personalmente y darle sentido a nuestra vida, de tal modo que cuando uno trabaja para su empresa es como si trabajara para sí mismo. Para mí la pandemia supone la ruptura de ese vínculo. Nos desenamoramos del trabajo. Tenemos que seguir trabajando y mostrándonos entusiasmados, hay cosas que seguimos haciendo por necesidad, pero hemos perdido esa confianza o esa fe o esa ilusión, esa fantasía de vida buena se ha resquebrajado. Todo el malestar del trabajo aflora en la pandemia. Eso genera una desafección. Es un cambio en la cultura afectiva y en la implicación personal con el trabajo, precisamente porque entendemos, como ya entendía Paul Lafargue, y por eso le rescato, que la pasión por el trabajo es una forma de servidumbre voluntaria y que muchas de las miserias contemporáneas vienen del amor al trabajo. 

"Vivimos en ciudades que nos quieren como turistas, consumidores o trabajadores y nos expulsan para lo demás"

P.- El derecho a la ciudad resume de algún modo todos los derechos perezosos que describes y analizas en el libro. Pero hoy parece una batalla perdida.

R. Hoy el principal problema de la ciudad es la gentrificación, la ciudad entendida como un espacio de consumo de experiencias, un espacio de deseo neoliberal. Vivimos en ciudades que están organizadas en torno al trabajo y al consumo, que nos quieren como turistas, consumidores o trabajadores y nos expulsan para lo demás. Entramos a la ciudad, damos nuestra fuerza de trabajo, consumimos y salimos. Vamos a trabajar pero para dormir nos tenemos que ir. Son ciudades donde el descanso, la vacación, la holgura y la pereza en general son cada vez menos posibles, porque los espacios públicos van estando colonizados por terrazas y por instancias de ocio, las plazas públicas ya no tienen sombra e incluso en algunos parques hay que pagar para entrar. Estamos en ciudades donde se vive muy mal porque cada vez se puede descansar menos en ellas. Incluso la cultura de bar de Madrid que tanto proclama Ayuso está absolutamente deteriorada por la gentrificación. Los bares van cerrando, o se hacen inasequibles, o se convierten en otra cosa. Por eso justamente me parece importante indicar el derecho a la ciudad como un derecho perezoso. Se vive mejor en una ciudad organizada y pensada desde la pereza y desde el bien común. Se alcanzan niveles de vida buena que el capitalismo no puede ni siquiera soñar porque está pensando en el crecimiento del capital. En cuanto a medidas prácticas, la principal es blindar la vivienda. Eso se puede hacer topando el precio de los alquileres con parques de vivienda pública, fomentando el cooperativismo, se puede hacer de muchas de muchas formas. Basta con pensar en cómo funciona en Viena o en Copenhague. No es algo muy utópico, realmente.

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